viernes, 22 de marzo de 2013

LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ


Primera Palabra
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34)
Aunque he sido tu enemigo,
mi Jesús: como confieso,
ruega por mí: que, con eso,
seguro el perdón consigo.

Cuando loco te ofendí,
no supe lo que yo hacía:
sé, Jesús, del alma mía
y ruega al Padre por mí
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu infinita misericordia.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Segunda Palabra
"Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43)
Vuelto hacia Ti el Buen Ladrón
con fe te implora tu piedad:
yo también de mi maldad
te pido, Señor, perdón.
Si al ladrón arrepentido
das un lugar en el Cielo,
yo también, ya sin recelo
la salvación hoy te pido.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta generosidad correspondiste a la fe del buen ladrón, cuando en medio de tu humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, hasta llegar a asegurarle que aquel mismo día estaría contigo en el Paraíso: ten piedad de todos los hombres que están para morir, y de mí cuando me encuentre en el mismo trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo, me entregue a tu empresa redentora del mundo y pueda alcanzar lleno de méritos el premio de tu eterna compañía.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Tercera Palabra
"He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre" (Jn 19, 26)
Jesús en su testamento a su Madre Virgen da:
¿y comprender quién podrá de María el sentimiento?
Hijo tuyo quiero ser, 
sé Tu mi Madre Señora:
que mi alma desde a ahora 
con tu amor va a florecer.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y , olvidándome de tus tormentos, me dejaste con amor y comprensión a tu Madre dolorosa, para que en su compañía acudiera yo siempre a Ti con mayor confianza: ten misericordia de todos los hombres que luchan con las agonías y congojas de la muerte, y de mí cuando me vea en igual momento; y por el eterno martirio de tu madre amantísima, aviva en mi corazón una firme esperanza en los méritos infinitos de tu preciosísima sangre, hasta superar así los riesgos de la eterna condenación, tantas veces merecida por mis pecados.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Cuarta Palabra
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46)
Desamparado se ve
de su Padre el Hijo amado,
maldito siempre el pecado
que de esto la causa fue.
Quién quisiera consolar
a Jesús en su dolor,
diga en el alma: Señor,
me pesa: no mas pecar.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y tormento tras tormento, además de tantos dolores en el cuerpo, sufriste con invencible paciencia la mas profunda aflicción interior, el abandono de tu eterno Padre; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me haye también el la agonía; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y contradicciones de una vida en tu servicio, entre mis hermanos de todo el mundo, para que siempre unido a Ti en mi combate hasta el fin, comparta contigo lo mas cerca de Ti tu triunfo eterno.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Quinta Palabra
"Tengo sed" (Jn 19, 28)
Sed, dice el Señor, que tiene;
para poder mitigar la sed que así le hace hablar,
darle lágrimas conviene.
Hiel darle, ya se le ha visto: la prueba, mas no la bebe:
¿Cómo quiero yo que pruebe la hiel de mis culpas Cristo?
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y no contento con tantos oprobios y tormentos, deseaste padecer más para que todos los hombres se salven, ya que sólo así quedará saciada en tu divino Corazón la sed de almas; ten piedad de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando llegue a esa misma hora; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme tal fuego de caridad para contigo y para con tu obra redentora universal, que sólo llegue a desfallecer con el deseo de unirme a Ti por toda la eternidad.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Sexta Palabra
"Todo está consumado" (Jn 19,30)
Con firme voz anunció Jesús, ensangrentado,
que del hombre y del pecado
la redención consumó.
Y cumplida su misión,
ya puede Cristo morir,
y abrirme su corazón
para en su pecho vivir.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y desde su altura de amor y de verdad proclamaste que ya estaba concluida la obra de la redención, para que el hombre, hijo de ira y perdición, venga a ser hijo y heredero de Dios; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle en esos instantes; y por los méritos de tu preciosísima sangre, haz que en mi entrega a la obra salvadora de Dios en el mundo, cumpla mi misión sobre la tierra, y al final de mi vida, pueda hacer realidad en mí el diálogo de esta correspondencia amorosa: Tú no pudiste haber hecho más por mí; yo, aunque a distancia infinita, tampoco puede haber hecho más por Ti.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí.

Séptima Palabra
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
A su eterno Padre, ya el espíritu encomienda;
si mi vida no se enmienda,
¿en qué manos parará?
En las tuyas desde ahora
mi alma pongo, Jesús mío;
guardaría allí yo confío
para mi última hora.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y aceptaste la voluntad de tu eterno Padre, resignando en sus manos tu espíritu, para inclinar después la cabeza y morir ; ten piedad de todos los hombres que sufren los dolores de la agonía, y de mí cuando llegue esa tu llamada; y por los méritos de tu preciosísima sangre concédeme que te ofrezca con amor el sacrificio de mi vida en reparación de mis pecados y faltas y una perfecta conformidad con tu divina voluntad para vivir y morir como mejor te agrade, siempre mi alma en tus manos.
Señor pequé, Ten piedad y misericordia de mí

Reflexión de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz


Un antiguo himno eucarístico invita a la contemplación del Cuerpo de
Cristo en la Cruz:
Ave Verum Corpus natum
de Maria Virgine.
Vere passum immolatum
in cruce pro homine:
cuius latum perforatum
aqua fluxit et sanguine.
Esto nobis praegustatum
mortis in examine.
O Iesu dulcis!
O Iesu pie!
O Iesu Fili Mariae. Amen.
«Salve, cuerpo verdadero, nacido de María Virgen, que verdaderamente
padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre, de cuyo costado traspasado
brotó sangre y agua. Haz que te gustemos en la prueba de la muerte. Oh dulce
Jesús, oh piadoso Jesús, oh Jesús Hijo de María. Amén».
En el tránsito de esta Pascua del Año Eucarístico, en el misterioso
sumergirse de la Iglesia al silencio de la muerte de Cristo que antecede la luz de
su resurrección gloriosa, los invito, hermanos, a dirigir la mirada contemplativa
de la fe sobre dos aspectos íntimamente vinculados del corazón de nuestra vida
cristiana: el acontecimiento fundante del cuerpo de Cristo entregado en la Cruz,
y su memorial constante en el sacramento del cuerpo eucarístico del Señor; en
el primero, el cuerpo de Jesús es manantial dramático de sangre purificadora; en
el segundo, el cuerpo del Señor es banquete glorioso endulzado por la
embriagante generosidad de su misma sangre.
Que este piadoso ejercicio nos acreciente la agudeza en la percepción del
misterio y nos despierte el amor y el deseo de participar devotamente del
sacramento de la vida.Primera Palabra
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(Lc 23,34)
Ave Verum Corpus natum
de Maria Virgine
Te miramos en la Cruz, oh Señor, y tu voz es apenas audible. Has dicho
«Padre». Abbá. La palabra más grandiosa y más íntima. Grandiosa porque
expresa toda la riqueza de tu revelación; porque en ella nos has dicho quién es
Dios y quiénes somos los hombres para Dios. Íntima porque es la más
espontánea formulación de tus labios, la que sin necesidad de rebuscados
planteamientos brota de tu corazón reconociendo tu origen y descubriendo tu
identidad. Tú eres el Hijo, Señor, el Hijo de Dios.
Tú has querido que esa misma identidad se nos comunicara a nosotros,
los hombres. Quieres que seamos, como tú, hijos; que el fecundo movimiento
del amor trinitario nos arrastre y nos eleve hasta adoptarnos como verdaderos
hijos en Ti, Hijo de Dios. Por ello, mirándote en la Cruz recordamos tu origen
eterno en el silencio elocuente del Padre. Tú eres el engendrado antes de todos
los siglos. El nacido del Padre que quiso ser también nacido de María Virgen. El
que naciendo de María nos implantó en su eterna generación para
transformarnos en hijos como él. Por eso nos enseñaste a repetir tus palabras, y
tu «Padre mío» pudo convertirse en «Padre nuestro».
Hombre y Dios, mirándote en la Cruz y escuchándote decir «Padre» nos
sobrecoge el misterio ante el que nos inclinamos. El Hijo de Dios está en la
Cruz. El divino cuerpo humano hecho propio en las entrañas de María pende
escabroso del patíbulo. Evocando la tierna perplejidad con la que te arrullamos
en la Navidad como Niño Dios, no podemos evitar temblar de conmoción y de
asombro.
«Padre», has dicho, «perdónalos porque no saben lo que hacen».
«Perdón». No hay expresión más humana y más divina que ésta. Perdón.
Cuando nos contagiaste tu amor divino enseñándonos a decir «Padre nuestro»,
nos orientaste también a decir «Perdón»: «Perdona nuestras ofensas, como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Haciéndonos entrar en
la lógica de Dios, nos transmites y nos muestras la fecundidad inaudita del
perdón. Nunca estamos más cerca de Dios que cuando somos capaces de
implorar y acoger el perdón. Si nos invitaste a ser perfectos como es perfecto el
Padre celestial es porque nos enseñaste a ser misericordiosos como es
misericordioso el Padre de los cielos.
Tus palabras en la Cruz nos ratifican el carácter de tu amor indulgente:
nos perdonas. La radicalidad de tu entrega sella tu pacto definitivo con el
2hombre y configura el modo de vida del hombre nuevo: el cristiano es el hijo
empapado en el perdón; el dócil siervo que como el poverello de Asís suplica ser
portador de perdón donde hay ofensas. Tu perdón infinito se desborda como
una generosa invitación a la generosidad: perdonar, perdonar siempre, perdonar
hasta la muerte. Y lo que perdonas son nuestras ofensas: las torpes decisiones
con las que infringimos la bella armonía de tu creación; la necia insistencia de
cerrar los ojos y naufragar en las tinieblas. Tú nos perdonas. Y tu perdón nos
transforma. Tu perdón en la Cruz nos enseña a vivir en el perdón; afina la voz
que se escapaba de la sinfonía y restituye la luz. El esplendor de tus brazos
abiertos nos ha hecho entender.
La Eucaristía es tu perdón, implorado al Padre en la Cruz, recorriendo la
historia; el eco incesante del asumir nuestra caducidad entregándonos la
posibilidad de ser, como el hijo pródigo, nuevas criaturas regeneradas en la
fuente sin par de tu espíritu; el fulgor incesante que como un fuego dilatante
logra fraguar la torpeza y transformarla en luz, en vida, en comunión.
Permítenos, Señor, llegar siempre a la Eucaristía trayendo como ofrenda la
reconciliación vivida con el hermano. Que la comunión que recibimos sea
también comunión que construya. Que nuestra unión con tu cuerpo nos haga
capaz de pronunciar siempre con nuestra voz humana de hijos adoptivos la
expresión divina: Perdona, Padre… perdón. Amén.
3Segunda Palabra
En verdad, en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
(Lc 23,43)
Esto nobis praegustatum
mortis in examine
El ladrón que moría a tu lado te dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas en tu Reino». La imploración de ese hombre pone en evidencia la doble
tragedia de la humanidad: el pecado y la muerte. Él está crucificado, como tú,
padeciendo la condena letal que sus contemporáneos establecieron por sus
faltas, por alterar el órden público, por amenazar la paz colectiva. Parece una
condena justa. Él mismo lo ha reconocido, hablando con el otro ladrón que te
flanquea: «Nosotros justamente hemos sido condenados». Pero este último
gemido en su agonía nos deja ver el reclamo íntimo tantas veces oscurecido del
miedo humano. Jesús, tenemos miedo de morir. Tememos la frustración y el
sinsentido que tantas veces nos acecha. Nos angustia también el mal que
llevamos a cabo, y podemos incluso arrepentirnos de los errores. Pero ¡ay!,
cuántas veces el haber puesto el pie sobre la trampa nos ha hecho ir de tumbo
en tumbo endureciendo más nuestra caída, haciéndola fatal e irremediable. Es
culpa nuestra, sin duda, pero ¿cómo se escapa de la lógica siniestra del mal? ¿De
dónde podemos tomar fuerzas para restaurar nuestra vocación originaria? La
creación entera, dice san Pablo, gime con dolores de parto esperando la
manifestación gloriosa de los hijos de Dios. Los seres humanos, conciencia de
la Creación, experimentamos el pavor invencible de nuestra caducidad. El
tránsito de la muerte se yergue como la más trágica certeza de un absurdo
cósmico, de un colapso total.
Jesús, ¿a quién iremos? ¿Hacia dónde voltear cuando el túnel oscuro es
inminente? ¿Qué mirada buscar cuando la más densa soledad, la de la muerte,
fragua en silencio toda una existencia y pone a prueba el valor de sus metales?
«Jesús, acuérdate de mí». Imploración radicalmente solitaria: de mí. No hay
nadie; sólo tú y yo. Y eres tú en la Cruz el que puede inspirarnos la confianza y
el sentido, por encima de la realidad de nuestro pecado y de la tragedia de
nuestra muerte. «Acuérdate de mí». Es durante la más encarnizada tormenta
cuando cobra pleno sentido la expresión de tu oración: «Venga a nosotros tu
Reino». Nos enseñaste a pedirlo al Padre con insistencia. Pero sólo aquí, Señor,
ante tu Cruz, en el testimonio dramático del ladrón que muere consciente de su
pecado, podemos entender que el Reino del Padre eres tú mismo. «Venga a
nosotros tu Reino» es lo mismo que «acuérdate de mí cuando vengas en tu
Reino». Tu eres el Reino del Padre.
4Entenderte Rey en la Cruz es despertar a la esperanza. El letrero infame
que anuncia el motivo de tu muerte delata paradójicamente el éxito de tu
misión: eres, en verdad, el rey de los judíos. Por ello puedes desde el trono de
dolor arrastrarnos a tu gloria. Escuchar de tus labios la última revelación: «En
verdad, en verdad te digo…», y ella dirigida a un pecador moribundo, nos
mueve a la decisión tajante de encaminar nuestros pasos hacia tu Cruz. En ella
podemos esperar. Señor, ¿a quién más podemos ir? Esta misma pregunta la
hizo Pedro cuando parecía que la misión fracasaba. Sólo tú tienes palabras de
vida eterna, y nosotros hemos creído que tú eres el Hijo de Dios. La Cruz es la
última palabra de aliento cuando desfallecemos: «hoy estarás conmigo –por mí–
en el Paraíso». La más grande turbación se sosiega, la más cruda amenaza
amaina: tu promesa la vence.
Jesús, la Iglesia ha recibido y distribuido tu cuerpo eucarístico también
como viático, como alimento de camino para el tránsito postrero. Sólo aprende
a morir quien te mira en la Cruz, quien te recibe crucificado. La comunión de tu
cuerpo y de tu sangre es preparación para la muerte, configuración creciente
con tu entrega salvífica. Haz, Señor, que en el último paso de mi vida pueda
implorarte, pueda ansiarte, pueda recibirte. Haz que, con el poeta, cuando cierre
mis ojos la sombra que me lleve el blanco día, cuando desate esta alma mía hora
a su afán ansioso lisonjera, nadar sepa mi llama el agua fría, y ya que mi alma ha
sido prisión a todo un Dios, pueda mi cuerpo ser ceniza, mas tener sentido,
polvo ser, mas polvo enamorado, y el amor constante más allá de la muerte sea
el estar contigo, para siempre, en el Paraíso.
5Tercera Palabra
Mujer, he ahí a tu hijo; he ahí a tu madre.
(Jn 19, 26-27)
O Iesu Fili Mariae!
¡Oh Jesús, hijo de María! Junto a la Cruz, con una entereza nunca antes
vista, tu madre está de pie, conmovida; a su lado, tu discípulo amado. Hace
apenas unas horas, durante la Cena, él reclinó su cabeza sobre tu pecho.
Cuando instruías a los discípulos, y algunos entre ellos, con superficial
entusiasmo, aseguraban que te seguirían a donde quiera que fueras, advertiste
que el Hijo del hombre no tenía dónde reclinar la cabeza. Ahora mismo,
mientras pendes de la Cruz, la humanidad entera pende de tu entrega y tu
cabeza no tiene dónde reclinarse. Sólo tu mirada puede encontrar cierto
descanso en los rostros amados. Ahí está María, la doncella que ha guardado
todas las cosas que te han pasado en su corazón, la del silencio noble y la
palabra justa, la de la escucha dócil y el sencillo fiat. Ahí está Juan, el hijo de
Zebedeo, modelo de discípulo y testigo insustituible de tu obra. Insólito y
conmovedor triángulo de referencias. La que te dio la vida es testigo de cómo
das la vida. El que te siguió para ver dónde habitabas es testigo ahora de cómo
pasas de este mundo al Padre, para preparar la morada del cielo. Ellos dos, que
te miran, son encomendados uno al otro para continuar hasta el fin del mundo
la dinámica de tu entrega: ella como signo de tu Iglesia; él como representante
de tus discípulos.
«Mujer, he ahí a tu hijo». Todos los hombres hemos quedado confiados
al cuidado materno de María y de tu Iglesia. De ellas recibimos tu cuerpo
bendito: el cuerpo nacido en Belén y entregado en Jerusalén; el cuerpo
sacramentalizado en el Cenáculo y, desde entonces, como memoria tuya, en
toda fracción del pan.
«He ahí a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa…Los
discípulos amados recibimos la encomienda de hacer de nuestra casa la casa de
tu madre. Hogar, lugar de tu presencia, iglesia. Tú nos llevaste a la intimidad de
tu habitación para que la nuestra pudiera ser ámbito de tu presencia. Hacer de
nuestra casa la casa de quien te da a luz no es otra cosa que edificar la Iglesia.
Has amado a tu madre, a la mujer, a la Iglesia, esposándote con ella y
entregándote por ella, dándole la vida con tu sangre, embelleciéndola con tu
gloria.
…desde aquella hora. ¿De qué hora se trata, sino de aquella que fue
anunciada ya en las bodas de Caná? Entonces no había llegado aún tu hora,
pero el signo esponsal de tu amor la quiso prefigurar: la hora de colmar las
tinajas, de llenarlas hasta los bordes, para que tu presencia poderosa las
6transformara en vino nuevo. Allá estaban también tu madre y tus discípulos.
Toda tu vida, la que ahora terminas de entregar, ha sido signo de la alianza
matrimonial que quieres establecer con los hombres. En la Última Cena eras
consciente de que había llegado por fin esa hora, la hora de pasar de este
mundo al Padre; es la hora del amor, y del amor hasta el extremo. Es la hora
que vives en la Cruz y que se actualiza en cada Eucaristía. La hora insuperable
que da plenitud a todo el tiempo. El instante de tu gloria que da sentido a toda
la historia.
En la hora de darte, nos das a tu madre. Tu entrega en la Cruz es ahora
la recíproca entrega y acogida que el discípulo deberá vivir permanentemente en
la Iglesia. Encargo de servicio que explicaste en el lavatorio de pies y que
fundaste en la Eucaristía. «Permanezcan en mi amor. Nadie tiene amor más
grande que quien da la vida por sus amigos». Y nosotros somos tus amigos si
hacemos lo que nos mandas, si acogemos lo que nos entregas, si nos
entregamos a aquélla en cuyo regazo nos cobijas.
Nosotros, Señor, como piadosa prole, recibiendo la bendición de ser
hijos de María, queremos ser entrega y acogida en el seno de tu Iglesia. Que el
consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores, auxilio de los cristianos, que
está de pie junto a la Cruz, enderece nuestra mirada para ser siempre fieles
discípulos tuyos como hijos de tu Iglesia.
7Cuarta Palabra
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
(Mc 15, 34; Mt 27, 46)
Vere passum immolatum
in cruce pro homine
Señor Jesús, tu sufrimiento es patente. Verdaderamente padeces,
verdaderamente te inmolas en la Cruz por nosotros. Vemos la sangre, el rostro
desfigurado, que no da ya la impresión de ser humano, las contusiones y las
rasgaduras, producto de la crueldad más despiadada, y tenemos la tentación de
retirar nuestra mirada para ya no ser testigos de la inconsciencia atroz de los
verdugos. No tienes apariencia ni presencia. No tienes aspecto que podamos
estimar. “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de
dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro”. Pero ¿quiénes son tus
verdugos, si en el acto violento y criminal de cada uno de ellos puedo reconocer
mi propia maldad, el ímpetu ciego de mi propia ignominia, la figura
inconfesable de mis desviaciones y egoísmos. Soy yo quien te entrega. La
tortura que padeces tiene el sello de mi pecado. El profeta lo vio con claridad:
“¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que
soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha
sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas”. La conciencia
del profeta nos aturde. La saña con la que eres ajusticiado nos movería a
rechazo y rebeldía si no viniera a nuestra mente el recuerdo de tu misericordia.
Somos testigos, simplemente, de tu amor. No hay encono sin sentido cuando
tiene tu corazón, tu valentía, tu disposición y decisión como motivo. Has
soportado el castigo que nos trae la paz. Por tus llagas hemos sido curados.
Y, con todo, el dolor más grande no lo llevas en la carne. El sacrificio
definitivo que realizas con tu sangre, en el que te constituyes a la vez en
víctima, sacerdote y altar, no tendría consistencia divina si en lo más profundo
de tu corazón no se realizara la oblación perfecta, la asunción de una cruz
íntima. Lo escuchamos en tu evocación del salmo y nos sentimos sobrecogidos:
Elí, Elí, lema sabactaní? “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
La sensación de abandono es aplastante. Tu confianza en el Padre, plena e
inquebrantable, conoce la agonía de un mutismo que pulveriza tu sustento
elemental. La Palabra se angustia sin la voz. En el seno de la Trinidad se ha
abierto un espacio de silencio. Una grieta inexplicable en el origen mismo de la
Creación recorre la historia entera y tritura el poder que la libertad desviada
hubiera logrado obtener. La ruta de tu abajamiento incluyó el naufragio para el
rescate.
8Y es este espacio doloroso e incomprensible entre el Padre y el Hijo la
cueva tibia donde cabe nuestra miseria para ser redimida. Es ahí, en el reclamo
angustioso de tu árida oración, en tu invocación constante al Padre incluso al
esfumarse, donde nuestra propia soledad encuentra la resonancia de un corazón
que puede amarlo. Dios nos ama: ahora lo sabemos. El amor trinitario ha
creado un hogar en su intimidad para nuestro refugio. En verdad, nos has
amado hasta el extremo. Permítenos entrar, Señor, en el dolor indescriptible de
tus heridas. Que digamos con san Ignacio: Dentro de tus llagas escóndenos.
Pero admítenos, sobre todo, en el hiato silencioso de tu cruz interior, en la
lágrima inaudita de tu Padre, en el cauterio carmín de tu Espíritu. Haznos vivir
pendientes de tu cruz, clavados contigo en el leño, consagrando nuestro dolor
en el tuyo, redentor.
Esta posibilidad la tenemos, de hecho, diariamente, pues el cruento
episodio de tu Cruz, el agónico canto de tu suplicio, se mantiene memorial en el
sacrificio de la Misa. Revestido ahora de noble apariencia y suave consistencia,
tu sacrificio salvífico se actualiza para nosotros en el altar. La sangre que regó el
camino de tu pasión es hoy bebida generosa en la Eucaristía. Señor, salvador
nuestro, al pie de la Cruz, escuchando tu clamor, atestiguando la tormentosa
gesta que nos da la vida, recibe la ofrenda de nuestro propio dolor, y
transforma en el silencio de tu lucha nuestra traición en alabanza, nuestro
pecado en gracia y nuestra muerte en don.
9Quinta Palabra
Tengo sed.
(Jn 19,28)
cuius latum perforatum aqua fluxit et sanguine
Jesús, has dicho “tengo sed”. La mujer samaritana te escuchó alguna vez
junto al pozo de Jacob una expresión semejante: “Dame de beber”. Y tú la
condujiste suavemente a través de un delicado diálogo de amor a reconocerte
como el agua viva. “Si conocieras el don de Dios –le dijiste– y quién es el que te
dice “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado el agua
viva”. Tu gentil pedagogía, Señor, gusta de llevarnos a partir de tu propia sed a
reconocer la nuestra. Quieres que nos demos cuenta de que existe en ti, por tu
encarnación, una necesidad real, que trae a la historia lo que eternamente es el
designio de la voluntad divina. ¿En qué consiste la sed del Hijo del hombre,
sino en desear con vehemencia que se realice aquello para lo que ha venido?
Entregarnos la salvación. ¿Y qué es la salvación, sino responder
sobreabundantemente al gemido que brota del anhelo humano, siempre
insatisfecho, siempre en búsqueda mientras no lleguemos a descansar en ti? Así
lo formuló san Agustín, y así lo había expresado también el salmista: “Como
busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío”. La sed
del hombre, el afán sin tregua de todos sus caminos, su destino buscado aún
cuando lo niega, es ingresar a la morada donde pueda ver al Padre. “Tiene sed
de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” Y esa es tu
sed también, Jesús: que tu itinerario humano abra las bóvedas celestes para que
la justicia llueva abundantemente sobre nosotros. Esa es tu sed, Jesús. La
sequedad de tus labios es tensión salvífica que implora para la humanidad el
don del Espíritu. Entregar el espíritu significa morir. En tu último aliento darás
al hombre la vida plena, nos entregarás tu espíritu, y podremos adorarte en
espíritu y verdad. Como Eva surgió del costado de Adán, tu amada esposa
surgirá cuando, fecundo, tu pecho derrame agua y sangre. Tu sed es nuestra
frescura. La fuente abundante de tu corazón trae a los hombres el noble rocío
de la salud. Se lo anunciaste a la mujer: “Todo el que beba de esta agua –el agua
natural– volverá a tener sed: pero el que beba del agua que yo le dé –el agua del
Espíritu– no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en
fuente de agua que brota para vida eterna”. Tu muerte nos da vida: tal es la
voluntad divina, misteriosa y saludable, inefable y gratuita. Guíanos, Señor, en
el tierno diálogo de amor que mantienes desde la Cruz con la humanidad, para
que como la mujer te supliquemos sin cesar: “Señor, danos siempre de esa
agua, para que nunca más tenga sed”.
10Pero tu sed, Jesús, no sólo nos sacia. También nos transforma. Si el agua
que brota de tu costado abierto es frescura salvífica para los hombres, también
es capaz de convertirnos y asemejarnos a ti. En efecto, en otra ocasión, en una
fiesta solemne en Jerusalén, puesto de pie proclamaste: “Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba el que crea en mí… De su seno correrán ríos de agua viva”.
Es tu deseo que nuestra sed se empape de la tuya para que la fecundidad de tu
gracia se desborde generosa sobre toda la humanidad. Quieres que nuestro
propio corazón sea impulso incesante de amor, que contagie de tu sangre
enamorada a través de nuestras arterias a todos los hombres sedientos de ti.
¡Misión! Esa es la misión de tu Iglesia y la misión de todo cristiano: portar a la
humanidad necesitada de amor la fuente misma del amor verdadero que es tu
pecho inagotable.
Jesús, la gracia de tu costado se hace signo concreto en el agua y la
sangre. Tu Iglesia la recibe y la celebra como Bautismo y Eucaristía. Las aguas
lustrales nos capacitan a recibir en la Acción de Gracias la bebida de salvación.
Nosotros también tenemos sed. Que ella, Señor, tienda siempre a ti como a su
fin y brote de ti para una renovación permanente. Mirarte en la Cruz, doliente y
amante, nos hace confiar también en ti en medio de nuestros propias
oscuridades. No importa que sea de noche. “De noche iremos, de noche, que
para alcanzar la fuente sólo la sed nos alumbra… sólo la sed nos alumbra”.
11Sexta Palabra
Todo está cumplido.
(Jn 19, 39)
Amén.
Todo se ha cumplido. Tu última enseñanza, Jesús, nos revela que en tu
muerte se sella el proyecto divino que, como un misterio, había permanecido
oculto y ahora se hace público en tu Cruz. Ahora eres levantado, puesto en alto
ante los hombres como el signo por excelencia hacia el cual toda mirada debe
dirigirse, y atraes a todos hacia ti haciéndonos saber que, en verdad, Tú Eres
Dios. Al cumplirse tu misión en la tierra nos haces entender el sentido de la
profesión de fe de Pedro: Tú eres el Cristo, el Ungido, el Mesías, que había de
venir al mundo.
Eres Cristo, Jesús, porque todas las aspiraciones y expectativas de los
hombres, no siempre claras y bien formuladas, encuentran en ti su realización y
son colmadas de manera sobreabundante. Eres Cristo, Jesús, porque todos los
anuncios del Espíritu que habló por los profetas se referían a ti. Eres Cristo,
Jesús, porque la unción del mismo Espíritu de Dios que todo lo completa y
lleva a perfección reposó plenamente sobre ti para llevar la buena noticia a los
pobres, para anunciar el año de gracia del Señor. Eres Cristo, Jesús, porque
desde Belén hasta Jerusalén pasando por Egipto, por Nazareth, por toda la
Galilea, por Cesarea, por Samaria, por Judea, penetrando el Jordán o
caminando sobre el Tiberíades, curando enfermos, liberando posesos,
perdonando pecadores y resucitando muertos, todas y cada una de tus palabras
y obras son, cabalmente, la acción humana de Dios que convierte nuestra
peregrinación en historia de salvación. Viéndote en la Cruz entendemos que
contigo ha llegado la plenitud de los tiempos, y que a partir de ahora viviremos
el tiempo del Espíritu, el tiempo de la abundancia mesiánica, el tiempo de los
cristianos. Viéndote en la Cruz sabemos que el cielo y la tierra se unen de un
modo definitivo e irreversible. Has bebido tu cáliz hasta la última gota. La
plenitud que tú eres, la plenitud que cumples al cerrar tu ciclo, se abre ahora al
horizonte del triunfo. Aguardamos el alba del primer día.
Todo está cumplido. La mesa ha sido preparada. El altar nos espera con
la divina presencia, con el sagrado banquete, con el augusto sacrificio. Nos
prometes mantenerte entre nosotros con el poder divino que concentras como
Mesías. Derramarás en abundancia tu Espíritu sobre tu pueblo nuevo. El vino
de tu sangre embriagará de dicha la humanidad perdida. Has consumado todo
para que nosotros podamos consumirte. El mandato que nos hiciste durante la
Cena: Hagan esto en memoria mía, será la celebración perpetua de tu entrega. Cada
12vez que comamos de tu pan y bebamos de tu cáliz anunciaremos este momento
de tu muerte, Señor, hasta que vuelvas. Nos empujará con ímpetu tu Espíritu.
Dilataremos tu presencia hasta los últimos rincones de la tierra, todos los días
hasta el fin del mundo. Tú estarás con nosotros. Porque tú eres la Alianza
nueva y eterna, la Alianza definitiva, la Alianza plenamente cumplida.
Seremos peregrinos pregoneros de esta Alianza, bajo el impulso del
mismo Espíritu que te ungió como Mesías, el Espíritu que nos conducirá ahora
a la verdad completa, el que abogará por nosotros ante el Padre, el que
derramas sobre nosotros para el tiempo nuevo. Seremos, por tu obra cumplida,
pueblo de tu propiedad, crismados, hechos cristo, cristianos. Así podremos
trabajar encauzando los ríos de la historia humana hacia tu Reino eterno. Lo
que ya has cumplido en tu humanidad apropiada ha de ser ahora impregnado
en los corazones de los hombres. El vino nuevo circula en nuestras venas. Lo
definitivo que se ha realizado en ti debe ahora cundir en nuestras vidas. En
última instancia, todo quedará cumplido cuando los hombres entremos en la
casa del Padre, cuando te conozcamos como ahora somos conocidos por ti,
cuando te miremos cara a cara en toda tu gloria. Todo estará cumplido cuando
la humanidad en pleno, atravesando el filtro purificador de tu Cruz, se presente
ante ti como Juez de modo que puedas entregar todo al Padre. Pero aún
entonces llevarás sobre tu cuerpo glorioso las marcas benditas de tu pasión.
Para que aún al mirarte en todo tu esplendor, no nos ciegue tu belleza ni nos
espante tu majestad. Resucitado, miraremos en las huellas de la Cruz tu
misericordia. Todo se ha cumplido en ti. Y todo se está cumpliendo también en
nosotros, por ti.
13Séptima Palabra
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
(Lc 23, 46)
O Iesu dulcis!
O Iesu pie!
¡Oh Jesús, dulce y piadoso! Tus últimas palabras en la cruz se vuelven a
dirigir al Padre. Tu piedad retoma el salmo de la confianza, del abandono
absoluto en las manos de Dios; pero pronunciado por ti alcanza una hondura
definitiva. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Tú no sólo te entregas al
Padre: tu eres la entrega al Padre, y tú eres la entrega del Padre. ¡Entrega!
Paradójica palabra que encierra la traición del hombre y el don de Dios. Judas
te entregó a tus verdugos. Pilatos te entregó a la muerte. Y, sin embargo, tú
reviertes el drama insólito de la humanidad para convertir el mismo escarnio en
camino de amor. Tú inviertes en oblicuo esguince la vileza del odio y la
desconfianza, la tortura del rencor y la inseguridad, para convertirlas en certeza,
la certeza del amor sin reservas. El Padre te entrega, como don a la humanidad.
Tú te entregas al Padre y, haciéndolo, nos entregas al Padre. Y el fruto de tu
entrega es el don escatológico de tu Espíritu. Encomendando tu Espíritu al
Padre derramas sobre los hombres el Espíritu de verdad, el que nos guía a la
verdad plena, el que consuma en nosotros la libertad y el amor. ¡Jesús,
piadosísimo Jesús!
En tu muerte te entregas al Padre. Esa es la síntesis de tu vida. Y al
entregarte al Padre nos entregas contigo a él. Podemos entender así que la vida
es don. Nos ha sido entregada y su único sentido es que nosotros mismos, en
ti, nos entreguemos. ¿Sabes, Señor? Mirando tu rostro en agonía, retratando tu
última expresión, tenemos la impresión de que la vida, en realidad, es más
sencilla de cuanto nos imaginamos. El teatro del mundo nos encandila con su
juego de espejos. ¡Cuánto tiempo hemos perdido! ¿Por qué no hemos
descubierto que lo que nos pides es, simplemente, ser buenos? Tú eres bueno.
La entrega es, sencillamente, bondad. Tú nos invitas a ser buenos. El momento
postrero de la vida, la muerte, la certeza de la muerte, debería de estar más
frecuentemente delante de nuestros ojos, para recordarnos la única orientación
sensata de la existencia: darnos con bondad, entregarnos, con bondad. ¡Cuántas
energías desgastadas en edificar egoístas castillos de arena! ¿Por qué, Señor, es
necesario ver tu rostro consumido para entender? ¡Cuánta bondad, Señor, hay
en tu entrega! ¡Cuánta dulzura, Jesús, en tu gesto póstumo! Se insinúa incluso
una abnegada sonrisa. ¡Jesús, dulcísimo Jesús!
En tu Cena, en el testamento que nos diste al iniciar tu pasión, tomaste el
pan entre tus manos, el pan ázimo de la pascua de tu pueblo, y al partirlo y
14repartirlo dijiste: Tomen y coman: esto es mi cuerpo que se entrega por
ustedes… Ahora sí, Señor, somos capaces de entender. Te has dado como pan:
bueno, sencillo, sabroso. Tu entrega es alimento y ofrenda. Te entregas
bondadoso al Padre porque el pan ha quedado al punto. Cuando nos enseñaste
a orar al Padre, cuando hiciste del perdón el horizonte pleno, también nos
dijiste que imploráramos: Danos hoy nuestro pan de cada día. Tú mismo te entregas
bueno como pan. Tú eres, en realidad, el pan que necesitamos pedir. El pan
que como el maná de tu pueblo peregrino bajó del cielo garantizando la
subsistencia en la fidelidad.
La Eucaristía es el memorial de tu bondad. Es la realidad de tu entrega
haciéndose contemporánea a los hombres para que alcancemos en ella nuestra
propia transformación en hombres buenos. ¡Es algo tan simple y tan grandioso!
La Iglesia vive de esta entrega y tiene en ella su primera y central encomienda.
Nos corresponde como cristianos seguirte entregando; o, mejor dicho, servir
como canales para que te sigas entregando. Y en cada entrega, en cada
comunión, está tu vida toda como don alimentando nuestra vida y
convirtiéndola en don.
Déjanos, Señor, prendados de este instante definitivo de tu bondad, de
tu piedad y tu dulzura. Ayúdanos a repetir todas las noches, en ese momento
previo al sueño que tanto se parece a la muerte, las mismas palabras que tú has
dicho en la Cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Para que nuestra
propia muerte pueda ser, en ti, ofrenda que se consuma agradable ante tu
presencia. Y que el silencio definitivo de nuestra historia se vierta en el mar
infinito de la bondad cuando tú, finalmente, nos entregues al Padre, y nuestra
carne vibre en la armonía celeste repitiendo el eco de toda asunción: Por Cristo,
con Él y en Él a Ti, Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
15Conclusión
Ave verum corpus natum de Maria virgine! Hemos escuchado devotamente,
Jesús, las siete expresiones que los evangelistas nos dan a conocer durante tu
tiempo en la Cruz, y hemos orado con ellas. En realidad, existe aún otra
expresión, la última, que no es, sin embargo, una frase formulada con claridad.
Es un grito ininteligible. En él, escuchamos toda la potencia del Hijo de Dios
muriendo. Y dando un fuerte grito, entregó el espíritu. Tu última palabra, Señor, es el
Espíritu tantas veces anunciado y prometido, que llega a nuestro espíritu y nos
capacita para orar. El mismo Espíritu que sondea las profundidades de Dios
podrá sondear nuestra propia intimidad y llevarnos a invocar a tu Padre. Señor,
enséñanos a orar. Danos la fuerza de tu Espíritu para orar. Con él impulsando
en nuestro interior gemidos inenarrables uniremos nuestra muerte a la tuya. En
realidad, nos unimos a tu muerte y a tu vida en toda Eucaristía. Que tu Espíritu,
Señor, nos haga dóciles para que nuestra vida toda sea, como la tuya, ofrenda
agradable al Padre, presencia amorosa de Dios, bendición solidaria para el que
sufre, alimento de vida para el hambriento; sobre todo y finalmente, indeleble
acción de gracias al Creador, Redentor y Santificador nuestro.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

miércoles, 6 de marzo de 2013

SEMANA SANTA


A lo largo del año hay fechas especiales llenas de tradiciones y significados: Día de la Bandera, del trabajo, de la Madre, Día de la Independencia, Día de Muertos, Navidad… y entre esas fechas está la Semana Santa.
Más allá de las creencias religiosas, Semana Santa es una época llena de tradiciones que se celebra en todo el mundo, y cada país y ciudad le da el colorido que lo caracteriza, que va muy de la mano con la celebración de los misterios que contemplamos.
TODO TIENE UNA RAZON DE SER.Alguna vez nos hemos preguntado: ¿Por qué se utilizan ramos en el inicio de la Semana Santa?, ¿qué se hace con ellas? ¿Por qué el sábado las iglesias permanecen apagadas, sin imágenes? ¿Qué es eso de la “visita a los sietetemplos”?  Cada uno de los días importantes de la Semana Santa tiene sus propias tradiciones.
Hoy en día se acostumbra que el Domingo de Ramos los feligreses acudan a la iglesia con ramitas de palmas que se bendicen. Al finalizar la misa, los asistentes pueden llevarse las ramitas a casa para colocarlas en algún lugar del su hogar; las que se quedan en la Iglesia, son incineradas y las cenizas de éstas se utilizan el miércoles de ceniza del siguiente año.

En la época en que Jesús vivió, se acostumbraba recibir a los reyes y soberanos con palmas y ramos para demostrarles el aprecio del pueblo por ellos, así pasó cuando Jesús entro a Jerusalén.

De este mismo hecho se desprende la tradición de las alfombras de flores, aserrín o frutas que se elaboran por los feligreses para el paso de las diferentes procesiones por las calles. También se levaron en los altares de velación.
Otra tradición es el lavatorio de pies. En la misa que se celebra el Jueves Santo se escoge a doce asistentes varones y el sacerdote les lava los pies, representando cuando Jesús le lavó los pies a sus discípulos en la Última Cena. En algunas comunidades se selecciona con tiempo de anticipación a los que van a representar a los doce apóstoles, quienes se toman ese tiempo para prepararse para este acontecimiento.
Ese mismo día también se lleva a cabo la tradición de la visita a los siete templosSe acostumbra visitar siete iglesias, este peregrinar simboliza el ir y venir de Jesús después de haber sido aprendido en el Huerto de Getsemaní, lugar a donde se dirigió Jesús después de la Última Cena.
En la televisión es común ver en Viernes Santo Vía Crucis vivientes. El más conocido en México es el representado en Ixtapalapa.  El Vía Crucis se compone de estaciones que son imágenes de algunos momentos que vivió Jesús antes de ser crucificado.
Este mismo día en muchos lugares se lleva a cabo la quema del Judas.  Se elabora un muñeco también conocido como Juan Carnaval y se le prende fuego recordando la traición a Jesús. Para los campesinos esto simboliza el inicio de un “año nuevo” de cosecha.

En algunas comunidades indígenas, como entre los huicholes, en lugar de la quema del Judas se brinca por encima de una valla de fuego hecho con zacate ardiendo.
Por la noche de este mismo día, se lleva a cabo la procesión del silencio.  Las personas realizan una procesión silenciosa acompañada de velas reflexionando sobre los acontecimientos del día.

El Sábado Santo es un día donde las personas permanecen en sus casas prácticamente sin hacer nada, sólo se acostumbra a rezar el Rosario para acompañar a María en su duelo.
Otra tradición que se acostumbraba antiguamente el Sábado de Gloria era tirarle agua a la gente que pasaba por la calle. En tiempos pasados era pecado bañarse en Semana Santa antes del Sábado de Gloria, por lo que surgió esta tradición. Hoy en día se tiene una cultura del agua, por lo que esta práctica ha sido prohibida en varias ciudades.

sábado, 19 de enero de 2013

CREADOS POR DIOS PARA SERVIRLO

El Señor nos ha dado tantos dones para usarlos en su servicio: las facultades sensibles como los ojos, los oídos, la lengua, las manos, los pies, la salud y la fuerza; y las facultades espirituales como la memoria, el intelecto y la voluntad; nosotros, ¿cómo hemos empleado todos estos dones?
Los ojos, tal vez los hemos usado para mirar objetos peligrosos; los oídos, para oír conversaciones frívolas y vanidosas; la lengua, para dañar al prójimo; la memoria, para recordar disgustos o injurias recibidas o cosas impertinentes; el intelecto, para investigar cosas curiosas o dañinas y no lo que Dios espera de nosotros; y la voluntad, para seguir nuestros caprichos y pasiones en vez de afirmar la voluntad de Dios.
Pero ésta no es la manera de servir al Señor y de cumplir las obligaciones que le debemos de estricta justicia. Necesitamos por eso enmendarnos y atender seriamente el servicio divino, ocupándonos con el máximo empeño de las cosas espirituales pertenecientes a la gloria de Dios, a la salvación y santificación del alma. 
Ánimo, entonces. Quedémonos, íntimamente unidos a Jesús. Hagamos lo que hizo en el Huerto de los olivos, cuando dijo al Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.  Nosotros también podemos superar las repugnancias de nuestro carácter y las malas inclinaciones, siempre en cuando invoquemos la ayuda del Señor en la oración; así como Jesús, nosotros también saldremos triunfantes. 
Acudamos con confianza a María Santísima; ella que aplastó la cabeza de la serpiente y fue la fiel sierva del Señor, nos ayudará a triunfar del demonio y a servir perfectamente a Dios.

 Ejercicios espirituales. Octubre de 1881

6. EPIFANÍA: MANIFESTACIÓN AÚN NO COMPLETA

Celebrando la fiesta de la Epifanía, que significa manifestación, pidamos al Señor que se exprese muy claramente a nuestras almas. Digámosle: “Ya muchas veces Señor, me has esclarecido con los rayos benéficos de tu luz divina, pero aún no estoy completamente iluminada; aún hay muchas tinieblas en mí, que tú puedes despejar, y muchas dudas que puedes destruir. Ilumina mi mente, enciende mi corazón y haz que todo lo que soy, sea todo tuyo, consagrado exclusiva y totalmente a ti”. 
La fiesta de la Epifanía es muy apropiada para hacer la consagración de amor a María Santísima. Hagámosla con el mayor fervor posible. María nos ha conducido a Jesús, y Jesús nos conducirá a María, su dulcísima Madre.  Uniéndonos a Jesús para honrar a su Madre, le ayudamos, en cierta manera, a pagar su deuda de gratitud a María. Jesús recibió la vida natural de María, y nosotros recibimos de ella la vida espiritual. De manera que estamos unidos a Jesús en esta deuda común de gratitud, y cuanto más íntimamente estamos unidos a Jesús, tanto más perfectamente rezaremos. 

Consejos a Graglia. 4 de enero de 1889