Un antiguo himno eucarístico invita a la contemplación del
Cuerpo de
Cristo en la Cruz:
Ave Verum Corpus natum
de Maria
Virgine.
Vere passum
immolatum
in cruce
pro homine:
cuius latum
perforatum
aqua fluxit
et sanguine.
Esto nobis praegustatum
mortis in examine.
O Iesu dulcis!
O Iesu pie!
O Iesu Fili Mariae. Amen.
«Salve, cuerpo verdadero, nacido de María Virgen, que
verdaderamente
padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre, de cuyo
costado traspasado
brotó sangre y agua. Haz que te gustemos en la prueba de la
muerte. Oh dulce
Jesús, oh piadoso Jesús, oh Jesús Hijo de María. Amén».
En el tránsito de esta Pascua del Año Eucarístico, en el
misterioso
sumergirse de la Iglesia al silencio de la muerte de Cristo
que antecede la luz de
su resurrección gloriosa, los invito, hermanos, a dirigir la
mirada contemplativa
de la fe sobre dos aspectos íntimamente vinculados del
corazón de nuestra vida
cristiana: el acontecimiento fundante del cuerpo de Cristo
entregado en la Cruz,
y su memorial constante en el sacramento del cuerpo
eucarístico del Señor; en
el primero, el cuerpo de Jesús es manantial dramático de
sangre purificadora; en
el segundo, el cuerpo del Señor es banquete glorioso
endulzado por la
embriagante generosidad de su misma sangre.
Que este piadoso ejercicio nos acreciente la agudeza en la percepción
del
misterio y nos despierte el amor y el deseo de participar
devotamente del
sacramento de la vida.Primera Palabra
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(Lc 23,34)
Ave Verum Corpus natum
de Maria Virgine
Te miramos en la Cruz, oh Señor, y tu voz es apenas audible.
Has dicho
«Padre». Abbá. La palabra más grandiosa y más íntima.
Grandiosa porque
expresa toda la riqueza de tu revelación; porque en ella nos
has dicho quién es
Dios y quiénes somos los hombres para Dios. Íntima porque es
la más
espontánea formulación de tus labios, la que sin necesidad
de rebuscados
planteamientos brota de tu corazón reconociendo tu origen y
descubriendo tu
identidad. Tú eres el Hijo, Señor, el Hijo de Dios.
Tú has querido que esa misma identidad se nos comunicara a
nosotros,
los hombres. Quieres que seamos, como tú, hijos; que el
fecundo movimiento
del amor trinitario nos arrastre y nos eleve hasta
adoptarnos como verdaderos
hijos en Ti, Hijo de Dios. Por ello, mirándote en la Cruz
recordamos tu origen
eterno en el silencio elocuente del Padre. Tú eres el
engendrado antes de todos
los siglos. El nacido del Padre que quiso ser también nacido
de María Virgen. El
que naciendo de María nos implantó en su eterna generación
para
transformarnos en hijos como él. Por eso nos enseñaste a
repetir tus palabras, y
tu «Padre mío» pudo convertirse en «Padre nuestro».
Hombre y Dios, mirándote en la Cruz y escuchándote decir
«Padre» nos
sobrecoge el misterio ante el que nos inclinamos. El Hijo de
Dios está en la
Cruz. El divino cuerpo humano hecho propio en las entrañas
de María pende
escabroso del patíbulo. Evocando la tierna perplejidad con
la que te arrullamos
en la Navidad como Niño Dios, no podemos evitar temblar de
conmoción y de
asombro.
«Padre», has dicho, «perdónalos porque no saben lo que
hacen».
«Perdón». No hay expresión más humana y más divina que ésta.
Perdón.
Cuando nos contagiaste tu amor divino enseñándonos a decir
«Padre nuestro»,
nos orientaste también a decir «Perdón»: «Perdona nuestras
ofensas, como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Haciéndonos entrar en
la lógica de Dios, nos transmites y nos muestras la
fecundidad inaudita del
perdón. Nunca estamos más cerca de Dios que cuando somos
capaces de
implorar y acoger el perdón. Si nos invitaste a ser
perfectos como es perfecto el
Padre celestial es porque nos enseñaste a ser
misericordiosos como es
misericordioso el Padre de los cielos.
Tus palabras en la Cruz nos ratifican el carácter de tu amor
indulgente:
nos perdonas. La radicalidad de tu entrega sella tu pacto
definitivo con el
2hombre y configura el modo de vida del hombre nuevo: el
cristiano es el hijo
empapado en el perdón; el dócil siervo que como el poverello
de Asís suplica ser
portador de perdón donde hay ofensas. Tu perdón infinito se
desborda como
una generosa invitación a la generosidad: perdonar, perdonar
siempre, perdonar
hasta la muerte. Y lo que perdonas son nuestras ofensas: las
torpes decisiones
con las que infringimos la bella armonía de tu creación; la
necia insistencia de
cerrar los ojos y naufragar en las tinieblas. Tú nos
perdonas. Y tu perdón nos
transforma. Tu perdón en la Cruz nos enseña a vivir en el
perdón; afina la voz
que se escapaba de la sinfonía y restituye la luz. El
esplendor de tus brazos
abiertos nos ha hecho entender.
La Eucaristía es tu perdón, implorado al Padre en la Cruz,
recorriendo la
historia; el eco incesante del asumir nuestra caducidad
entregándonos la
posibilidad de ser, como el hijo pródigo, nuevas criaturas
regeneradas en la
fuente sin par de tu espíritu; el fulgor incesante que como
un fuego dilatante
logra fraguar la torpeza y transformarla en luz, en vida, en
comunión.
Permítenos, Señor, llegar siempre a la Eucaristía trayendo
como ofrenda la
reconciliación vivida con el hermano. Que la comunión que
recibimos sea
también comunión que construya. Que nuestra unión con tu
cuerpo nos haga
capaz de pronunciar siempre con nuestra voz humana de hijos
adoptivos la
expresión divina: Perdona, Padre… perdón. Amén.
3Segunda Palabra
En verdad, en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el
Paraíso.
(Lc 23,43)
Esto nobis praegustatum
mortis in examine
El ladrón que moría a tu lado te dijo: «Jesús, acuérdate de
mí cuando
vengas en tu Reino». La imploración de ese hombre pone en
evidencia la doble
tragedia de la humanidad: el pecado y la muerte. Él está
crucificado, como tú,
padeciendo la condena letal que sus contemporáneos
establecieron por sus
faltas, por alterar el órden público, por amenazar la paz
colectiva. Parece una
condena justa. Él mismo lo ha reconocido, hablando con el
otro ladrón que te
flanquea: «Nosotros justamente hemos sido condenados». Pero
este último
gemido en su agonía nos deja ver el reclamo íntimo tantas
veces oscurecido del
miedo humano. Jesús, tenemos miedo de morir. Tememos la
frustración y el
sinsentido que tantas veces nos acecha. Nos angustia también
el mal que
llevamos a cabo, y podemos incluso arrepentirnos de los
errores. Pero ¡ay!,
cuántas veces el haber puesto el pie sobre la trampa nos ha
hecho ir de tumbo
en tumbo endureciendo más nuestra caída, haciéndola fatal e
irremediable. Es
culpa nuestra, sin duda, pero ¿cómo se escapa de la lógica
siniestra del mal? ¿De
dónde podemos tomar fuerzas para restaurar nuestra vocación
originaria? La
creación entera, dice san Pablo, gime con dolores de parto
esperando la
manifestación gloriosa de los hijos de Dios. Los seres
humanos, conciencia de
la Creación, experimentamos el pavor invencible de nuestra
caducidad. El
tránsito de la muerte se yergue como la más trágica certeza
de un absurdo
cósmico, de un colapso total.
Jesús, ¿a quién iremos? ¿Hacia dónde voltear cuando el túnel
oscuro es
inminente? ¿Qué mirada buscar cuando la más densa soledad,
la de la muerte,
fragua en silencio toda una existencia y pone a prueba el
valor de sus metales?
«Jesús, acuérdate de mí». Imploración radicalmente
solitaria: de mí. No hay
nadie; sólo tú y yo. Y eres tú en la Cruz el que puede
inspirarnos la confianza y
el sentido, por encima de la realidad de nuestro pecado y de
la tragedia de
nuestra muerte. «Acuérdate de mí». Es durante la más
encarnizada tormenta
cuando cobra pleno sentido la expresión de tu oración:
«Venga a nosotros tu
Reino». Nos enseñaste a pedirlo al Padre con insistencia.
Pero sólo aquí, Señor,
ante tu Cruz, en el testimonio dramático del ladrón que
muere consciente de su
pecado, podemos entender que el Reino del Padre eres tú
mismo. «Venga a
nosotros tu Reino» es lo mismo que «acuérdate de mí cuando
vengas en tu
Reino». Tu eres el Reino del Padre.
4Entenderte Rey en la Cruz es despertar a la esperanza. El
letrero infame
que anuncia el motivo de tu muerte delata paradójicamente el
éxito de tu
misión: eres, en verdad, el rey de los judíos. Por ello
puedes desde el trono de
dolor arrastrarnos a tu gloria. Escuchar de tus labios la
última revelación: «En
verdad, en verdad te digo…», y ella dirigida a un pecador
moribundo, nos
mueve a la decisión tajante de encaminar nuestros pasos
hacia tu Cruz. En ella
podemos esperar. Señor, ¿a quién más podemos ir? Esta misma
pregunta la
hizo Pedro cuando parecía que la misión fracasaba. Sólo tú
tienes palabras de
vida eterna, y nosotros hemos creído que tú eres el Hijo de
Dios. La Cruz es la
última palabra de aliento cuando desfallecemos: «hoy estarás
conmigo –por mí–
en el Paraíso». La más grande turbación se sosiega, la más
cruda amenaza
amaina: tu promesa la vence.
Jesús, la Iglesia ha recibido y distribuido tu cuerpo
eucarístico también
como viático, como alimento de camino para el tránsito
postrero. Sólo aprende
a morir quien te mira en la Cruz, quien te recibe
crucificado. La comunión de tu
cuerpo y de tu sangre es preparación para la muerte,
configuración creciente
con tu entrega salvífica. Haz, Señor, que en el último paso
de mi vida pueda
implorarte, pueda ansiarte, pueda recibirte. Haz que, con el
poeta, cuando cierre
mis ojos la sombra que me lleve el blanco día, cuando desate
esta alma mía hora
a su afán ansioso lisonjera, nadar sepa mi llama el agua
fría, y ya que mi alma ha
sido prisión a todo un Dios, pueda mi cuerpo ser ceniza, mas
tener sentido,
polvo ser, mas polvo enamorado, y el amor constante más allá
de la muerte sea
el estar contigo, para siempre, en el Paraíso.
5Tercera Palabra
Mujer, he ahí a tu hijo; he ahí a tu madre.
(Jn 19, 26-27)
O Iesu Fili Mariae!
¡Oh Jesús, hijo de María! Junto a la Cruz, con una entereza
nunca antes
vista, tu madre está de pie, conmovida; a su lado, tu
discípulo amado. Hace
apenas unas horas, durante la Cena, él reclinó su cabeza
sobre tu pecho.
Cuando instruías a los discípulos, y algunos entre ellos,
con superficial
entusiasmo, aseguraban que te seguirían a donde quiera que
fueras, advertiste
que el Hijo del hombre no tenía dónde reclinar la cabeza.
Ahora mismo,
mientras pendes de la Cruz, la humanidad entera pende de tu
entrega y tu
cabeza no tiene dónde reclinarse. Sólo tu mirada puede
encontrar cierto
descanso en los rostros amados. Ahí está María, la doncella
que ha guardado
todas las cosas que te han pasado en su corazón, la del
silencio noble y la
palabra justa, la de la escucha dócil y el sencillo fiat.
Ahí está Juan, el hijo de
Zebedeo, modelo de discípulo y testigo insustituible de tu
obra. Insólito y
conmovedor triángulo de referencias. La que te dio la vida
es testigo de cómo
das la vida. El que te siguió para ver dónde habitabas es
testigo ahora de cómo
pasas de este mundo al Padre, para preparar la morada del
cielo. Ellos dos, que
te miran, son encomendados uno al otro para continuar hasta
el fin del mundo
la dinámica de tu entrega: ella como signo de tu Iglesia; él
como representante
de tus discípulos.
«Mujer, he ahí a tu hijo». Todos los hombres hemos quedado
confiados
al cuidado materno de María y de tu Iglesia. De ellas
recibimos tu cuerpo
bendito: el cuerpo nacido en Belén y entregado en Jerusalén;
el cuerpo
sacramentalizado en el Cenáculo y, desde entonces, como
memoria tuya, en
toda fracción del pan.
«He ahí a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa…Los
discípulos amados recibimos la encomienda de hacer de
nuestra casa la casa de
tu madre. Hogar, lugar de tu presencia, iglesia. Tú nos
llevaste a la intimidad de
tu habitación para que la nuestra pudiera ser ámbito de tu
presencia. Hacer de
nuestra casa la casa de quien te da a luz no es otra cosa
que edificar la Iglesia.
Has amado a tu madre, a la mujer, a la Iglesia, esposándote
con ella y
entregándote por ella, dándole la vida con tu sangre,
embelleciéndola con tu
gloria.
…desde aquella hora. ¿De qué hora se trata, sino de aquella
que fue
anunciada ya en las bodas de Caná? Entonces no había llegado
aún tu hora,
pero el signo esponsal de tu amor la quiso prefigurar: la
hora de colmar las
tinajas, de llenarlas hasta los bordes, para que tu
presencia poderosa las
6transformara en vino nuevo. Allá estaban también tu madre y
tus discípulos.
Toda tu vida, la que ahora terminas de entregar, ha sido
signo de la alianza
matrimonial que quieres establecer con los hombres. En la
Última Cena eras
consciente de que había llegado por fin esa hora, la hora de
pasar de este
mundo al Padre; es la hora del amor, y del amor hasta el
extremo. Es la hora
que vives en la Cruz y que se actualiza en cada Eucaristía.
La hora insuperable
que da plenitud a todo el tiempo. El instante de tu gloria
que da sentido a toda
la historia.
En la hora de darte, nos das a tu madre. Tu entrega en la
Cruz es ahora
la recíproca entrega y acogida que el discípulo deberá vivir
permanentemente en
la Iglesia. Encargo de servicio que explicaste en el
lavatorio de pies y que
fundaste en la Eucaristía. «Permanezcan en mi amor. Nadie
tiene amor más
grande que quien da la vida por sus amigos». Y nosotros
somos tus amigos si
hacemos lo que nos mandas, si acogemos lo que nos entregas,
si nos
entregamos a aquélla en cuyo regazo nos cobijas.
Nosotros, Señor, como piadosa prole, recibiendo la bendición
de ser
hijos de María, queremos ser entrega y acogida en el seno de
tu Iglesia. Que el
consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores, auxilio
de los cristianos, que
está de pie junto a la Cruz, enderece nuestra mirada para
ser siempre fieles
discípulos tuyos como hijos de tu Iglesia.
7Cuarta Palabra
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
(Mc 15, 34;
Mt 27, 46)
Vere passum
immolatum
in cruce
pro homine
Señor Jesús, tu sufrimiento es patente. Verdaderamente
padeces,
verdaderamente te inmolas en la Cruz por nosotros. Vemos la
sangre, el rostro
desfigurado, que no da ya la impresión de ser humano, las
contusiones y las
rasgaduras, producto de la crueldad más despiadada, y
tenemos la tentación de
retirar nuestra mirada para ya no ser testigos de la
inconsciencia atroz de los
verdugos. No tienes apariencia ni presencia. No tienes
aspecto que podamos
estimar. “Despreciable y desecho de hombres, varón de
dolores y sabedor de
dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro”. Pero
¿quiénes son tus
verdugos, si en el acto violento y criminal de cada uno de
ellos puedo reconocer
mi propia maldad, el ímpetu ciego de mi propia ignominia, la
figura
inconfesable de mis desviaciones y egoísmos. Soy yo quien te
entrega. La
tortura que padeces tiene el sello de mi pecado. El profeta
lo vio con claridad:
“¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros
dolores los que
soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y
humillado. Él ha
sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras
culpas”. La conciencia
del profeta nos aturde. La saña con la que eres ajusticiado
nos movería a
rechazo y rebeldía si no viniera a nuestra mente el recuerdo
de tu misericordia.
Somos testigos, simplemente, de tu amor. No hay encono sin
sentido cuando
tiene tu corazón, tu valentía, tu disposición y decisión
como motivo. Has
soportado el castigo que nos trae la paz. Por tus llagas
hemos sido curados.
Y, con todo, el dolor más grande no lo llevas en la carne.
El sacrificio
definitivo que realizas con tu sangre, en el que te constituyes
a la vez en
víctima, sacerdote y altar, no tendría consistencia divina
si en lo más profundo
de tu corazón no se realizara la oblación perfecta, la
asunción de una cruz
íntima. Lo escuchamos en tu evocación del salmo y nos
sentimos sobrecogidos:
Elí, Elí, lema sabactaní? “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?”
La sensación de abandono es aplastante. Tu confianza en el
Padre, plena e
inquebrantable, conoce la agonía de un mutismo que pulveriza
tu sustento
elemental. La Palabra se angustia sin la voz. En el seno de
la Trinidad se ha
abierto un espacio de silencio. Una grieta inexplicable en
el origen mismo de la
Creación recorre la historia entera y tritura el poder que
la libertad desviada
hubiera logrado obtener. La ruta de tu abajamiento incluyó
el naufragio para el
rescate.
8Y es este espacio doloroso e incomprensible entre el Padre
y el Hijo la
cueva tibia donde cabe nuestra miseria para ser redimida. Es
ahí, en el reclamo
angustioso de tu árida oración, en tu invocación constante
al Padre incluso al
esfumarse, donde nuestra propia soledad encuentra la
resonancia de un corazón
que puede amarlo. Dios nos ama: ahora lo sabemos. El amor
trinitario ha
creado un hogar en su intimidad para nuestro refugio. En
verdad, nos has
amado hasta el extremo. Permítenos entrar, Señor, en el
dolor indescriptible de
tus heridas. Que digamos con san Ignacio: Dentro de tus
llagas escóndenos.
Pero admítenos, sobre todo, en el hiato silencioso de tu
cruz interior, en la
lágrima inaudita de tu Padre, en el cauterio carmín de tu
Espíritu. Haznos vivir
pendientes de tu cruz, clavados contigo en el leño,
consagrando nuestro dolor
en el tuyo, redentor.
Esta posibilidad la tenemos, de hecho, diariamente, pues el
cruento
episodio de tu Cruz, el agónico canto de tu suplicio, se
mantiene memorial en el
sacrificio de la Misa. Revestido ahora de noble apariencia y
suave consistencia,
tu sacrificio salvífico se actualiza para nosotros en el
altar. La sangre que regó el
camino de tu pasión es hoy bebida generosa en la Eucaristía.
Señor, salvador
nuestro, al pie de la Cruz, escuchando tu clamor,
atestiguando la tormentosa
gesta que nos da la vida, recibe la ofrenda de nuestro
propio dolor, y
transforma en el silencio de tu lucha nuestra traición en
alabanza, nuestro
pecado en gracia y nuestra muerte en don.
9Quinta Palabra
Tengo sed.
(Jn 19,28)
cuius latum
perforatum aqua fluxit et sanguine
Jesús, has dicho “tengo sed”. La mujer samaritana te escuchó
alguna vez
junto al pozo de Jacob una expresión semejante: “Dame de
beber”. Y tú la
condujiste suavemente a través de un delicado diálogo de
amor a reconocerte
como el agua viva. “Si conocieras el don de Dios –le
dijiste– y quién es el que te
dice “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te
habría dado el agua
viva”. Tu gentil pedagogía, Señor, gusta de llevarnos a
partir de tu propia sed a
reconocer la nuestra. Quieres que nos demos cuenta de que
existe en ti, por tu
encarnación, una necesidad real, que trae a la historia lo
que eternamente es el
designio de la voluntad divina. ¿En qué consiste la sed del
Hijo del hombre,
sino en desear con vehemencia que se realice aquello para lo
que ha venido?
Entregarnos la salvación. ¿Y qué es la salvación, sino
responder
sobreabundantemente al gemido que brota del anhelo humano,
siempre
insatisfecho, siempre en búsqueda mientras no lleguemos a
descansar en ti? Así
lo formuló san Agustín, y así lo había expresado también el
salmista: “Como
busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a
ti, Dios mío”. La sed
del hombre, el afán sin tregua de todos sus caminos, su
destino buscado aún
cuando lo niega, es ingresar a la morada donde pueda ver al
Padre. “Tiene sed
de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de
Dios?” Y esa es tu
sed también, Jesús: que tu itinerario humano abra las
bóvedas celestes para que
la justicia llueva abundantemente sobre nosotros. Esa es tu
sed, Jesús. La
sequedad de tus labios es tensión salvífica que implora para
la humanidad el
don del Espíritu. Entregar el espíritu significa morir. En
tu último aliento darás
al hombre la vida plena, nos entregarás tu espíritu, y
podremos adorarte en
espíritu y verdad. Como Eva surgió del costado de Adán, tu
amada esposa
surgirá cuando, fecundo, tu pecho derrame agua y sangre. Tu
sed es nuestra
frescura. La fuente abundante de tu corazón trae a los
hombres el noble rocío
de la salud. Se lo anunciaste a la mujer: “Todo el que beba
de esta agua –el agua
natural– volverá a tener sed: pero el que beba del agua que
yo le dé –el agua del
Espíritu– no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé
se convertirá en
fuente de agua que brota para vida eterna”. Tu muerte nos da
vida: tal es la
voluntad divina, misteriosa y saludable, inefable y
gratuita. Guíanos, Señor, en
el tierno diálogo de amor que mantienes desde la Cruz con la
humanidad, para
que como la mujer te supliquemos sin cesar: “Señor, danos
siempre de esa
agua, para que nunca más tenga sed”.
10Pero tu sed, Jesús, no sólo nos sacia. También nos
transforma. Si el agua
que brota de tu costado abierto es frescura salvífica para
los hombres, también
es capaz de convertirnos y asemejarnos a ti. En efecto, en
otra ocasión, en una
fiesta solemne en Jerusalén, puesto de pie proclamaste: “Si
alguno tiene sed,
venga a mí y beba el que crea en mí… De su seno correrán
ríos de agua viva”.
Es tu deseo que nuestra sed se empape de la tuya para que la
fecundidad de tu
gracia se desborde generosa sobre toda la humanidad. Quieres
que nuestro
propio corazón sea impulso incesante de amor, que contagie
de tu sangre
enamorada a través de nuestras arterias a todos los hombres
sedientos de ti.
¡Misión! Esa es la misión de tu Iglesia y la misión de todo
cristiano: portar a la
humanidad necesitada de amor la fuente misma del amor
verdadero que es tu
pecho inagotable.
Jesús, la gracia de tu costado se hace signo concreto en el
agua y la
sangre. Tu Iglesia la recibe y la celebra como Bautismo y
Eucaristía. Las aguas
lustrales nos capacitan a recibir en la Acción de Gracias la
bebida de salvación.
Nosotros también tenemos sed. Que ella, Señor, tienda
siempre a ti como a su
fin y brote de ti para una renovación permanente. Mirarte en
la Cruz, doliente y
amante, nos hace confiar también en ti en medio de nuestros
propias
oscuridades. No importa que sea de noche. “De noche iremos,
de noche, que
para alcanzar la fuente sólo la sed nos alumbra… sólo la sed
nos alumbra”.
11Sexta Palabra
Todo está cumplido.
(Jn 19, 39)
Amén.
Todo se ha cumplido. Tu última enseñanza, Jesús, nos revela
que en tu
muerte se sella el proyecto divino que, como un misterio,
había permanecido
oculto y ahora se hace público en tu Cruz. Ahora eres
levantado, puesto en alto
ante los hombres como el signo por excelencia hacia el cual
toda mirada debe
dirigirse, y atraes a todos hacia ti haciéndonos saber que,
en verdad, Tú Eres
Dios. Al cumplirse tu misión en la tierra nos haces entender
el sentido de la
profesión de fe de Pedro: Tú eres el Cristo, el Ungido, el
Mesías, que había de
venir al mundo.
Eres Cristo, Jesús, porque todas las aspiraciones y
expectativas de los
hombres, no siempre claras y bien formuladas, encuentran en
ti su realización y
son colmadas de manera sobreabundante. Eres Cristo, Jesús,
porque todos los
anuncios del Espíritu que habló por los profetas se referían
a ti. Eres Cristo,
Jesús, porque la unción del mismo Espíritu de Dios que todo
lo completa y
lleva a perfección reposó plenamente sobre ti para llevar la
buena noticia a los
pobres, para anunciar el año de gracia del Señor. Eres
Cristo, Jesús, porque
desde Belén hasta Jerusalén pasando por Egipto, por
Nazareth, por toda la
Galilea, por Cesarea, por Samaria, por Judea, penetrando el
Jordán o
caminando sobre el Tiberíades, curando enfermos, liberando
posesos,
perdonando pecadores y resucitando muertos, todas y cada una
de tus palabras
y obras son, cabalmente, la acción humana de Dios que
convierte nuestra
peregrinación en historia de salvación. Viéndote en la Cruz
entendemos que
contigo ha llegado la plenitud de los tiempos, y que a
partir de ahora viviremos
el tiempo del Espíritu, el tiempo de la abundancia
mesiánica, el tiempo de los
cristianos. Viéndote en la Cruz sabemos que el cielo y la
tierra se unen de un
modo definitivo e irreversible. Has bebido tu cáliz hasta la
última gota. La
plenitud que tú eres, la plenitud que cumples al cerrar tu
ciclo, se abre ahora al
horizonte del triunfo. Aguardamos el alba del primer día.
Todo está cumplido. La mesa ha sido preparada. El altar nos
espera con
la divina presencia, con el sagrado banquete, con el augusto
sacrificio. Nos
prometes mantenerte entre nosotros con el poder divino que
concentras como
Mesías. Derramarás en abundancia tu Espíritu sobre tu pueblo
nuevo. El vino
de tu sangre embriagará de dicha la humanidad perdida. Has
consumado todo
para que nosotros podamos consumirte. El mandato que nos
hiciste durante la
Cena: Hagan esto en memoria mía, será la celebración
perpetua de tu entrega. Cada
12vez que comamos de tu pan y bebamos de tu cáliz
anunciaremos este momento
de tu muerte, Señor, hasta que vuelvas. Nos empujará con
ímpetu tu Espíritu.
Dilataremos tu presencia hasta los últimos rincones de la
tierra, todos los días
hasta el fin del mundo. Tú estarás con nosotros. Porque tú
eres la Alianza
nueva y eterna, la Alianza definitiva, la Alianza plenamente
cumplida.
Seremos peregrinos pregoneros de esta Alianza, bajo el
impulso del
mismo Espíritu que te ungió como Mesías, el Espíritu que nos
conducirá ahora
a la verdad completa, el que abogará por nosotros ante el
Padre, el que
derramas sobre nosotros para el tiempo nuevo. Seremos, por
tu obra cumplida,
pueblo de tu propiedad, crismados, hechos cristo,
cristianos. Así podremos
trabajar encauzando los ríos de la historia humana hacia tu
Reino eterno. Lo
que ya has cumplido en tu humanidad apropiada ha de ser
ahora impregnado
en los corazones de los hombres. El vino nuevo circula en
nuestras venas. Lo
definitivo que se ha realizado en ti debe ahora cundir en
nuestras vidas. En
última instancia, todo quedará cumplido cuando los hombres
entremos en la
casa del Padre, cuando te conozcamos como ahora somos
conocidos por ti,
cuando te miremos cara a cara en toda tu gloria. Todo estará
cumplido cuando
la humanidad en pleno, atravesando el filtro purificador de
tu Cruz, se presente
ante ti como Juez de modo que puedas entregar todo al Padre.
Pero aún
entonces llevarás sobre tu cuerpo glorioso las marcas
benditas de tu pasión.
Para que aún al mirarte en todo tu esplendor, no nos ciegue
tu belleza ni nos
espante tu majestad. Resucitado, miraremos en las huellas de
la Cruz tu
misericordia. Todo se ha cumplido en ti. Y todo se está
cumpliendo también en
nosotros, por ti.
13Séptima Palabra
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
(Lc 23, 46)
O Iesu dulcis!
O Iesu pie!
¡Oh Jesús, dulce y piadoso! Tus últimas palabras en la cruz
se vuelven a
dirigir al Padre. Tu piedad retoma el salmo de la confianza,
del abandono
absoluto en las manos de Dios; pero pronunciado por ti
alcanza una hondura
definitiva. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Tú
no sólo te entregas al
Padre: tu eres la entrega al Padre, y tú eres la entrega del
Padre. ¡Entrega!
Paradójica palabra que encierra la traición del hombre y el
don de Dios. Judas
te entregó a tus verdugos. Pilatos te entregó a la muerte.
Y, sin embargo, tú
reviertes el drama insólito de la humanidad para convertir
el mismo escarnio en
camino de amor. Tú inviertes en oblicuo esguince la vileza
del odio y la
desconfianza, la tortura del rencor y la inseguridad, para
convertirlas en certeza,
la certeza del amor sin reservas. El Padre te entrega, como
don a la humanidad.
Tú te entregas al Padre y, haciéndolo, nos entregas al
Padre. Y el fruto de tu
entrega es el don escatológico de tu Espíritu. Encomendando
tu Espíritu al
Padre derramas sobre los hombres el Espíritu de verdad, el
que nos guía a la
verdad plena, el que consuma en nosotros la libertad y el
amor. ¡Jesús,
piadosísimo Jesús!
En tu muerte te entregas al Padre. Esa es la síntesis de tu
vida. Y al
entregarte al Padre nos entregas contigo a él. Podemos
entender así que la vida
es don. Nos ha sido entregada y su único sentido es que
nosotros mismos, en
ti, nos entreguemos. ¿Sabes, Señor? Mirando tu rostro en
agonía, retratando tu
última expresión, tenemos la impresión de que la vida, en
realidad, es más
sencilla de cuanto nos imaginamos. El teatro del mundo nos
encandila con su
juego de espejos. ¡Cuánto tiempo hemos perdido! ¿Por qué no
hemos
descubierto que lo que nos pides es, simplemente, ser
buenos? Tú eres bueno.
La entrega es, sencillamente, bondad. Tú nos invitas a ser
buenos. El momento
postrero de la vida, la muerte, la certeza de la muerte,
debería de estar más
frecuentemente delante de nuestros ojos, para recordarnos la
única orientación
sensata de la existencia: darnos con bondad, entregarnos,
con bondad. ¡Cuántas
energías desgastadas en edificar egoístas castillos de
arena! ¿Por qué, Señor, es
necesario ver tu rostro consumido para entender? ¡Cuánta
bondad, Señor, hay
en tu entrega! ¡Cuánta dulzura, Jesús, en tu gesto póstumo!
Se insinúa incluso
una abnegada sonrisa. ¡Jesús, dulcísimo Jesús!
En tu Cena, en el testamento que nos diste al iniciar tu
pasión, tomaste el
pan entre tus manos, el pan ázimo de la pascua de tu pueblo,
y al partirlo y
14repartirlo dijiste: Tomen y coman: esto es mi cuerpo que
se entrega por
ustedes… Ahora sí, Señor, somos capaces de entender. Te has
dado como pan:
bueno, sencillo, sabroso. Tu entrega es alimento y ofrenda.
Te entregas
bondadoso al Padre porque el pan ha quedado al punto. Cuando
nos enseñaste
a orar al Padre, cuando hiciste del perdón el horizonte
pleno, también nos
dijiste que imploráramos: Danos hoy nuestro pan de cada día.
Tú mismo te entregas
bueno como pan. Tú eres, en realidad, el pan que necesitamos
pedir. El pan
que como el maná de tu pueblo peregrino bajó del cielo
garantizando la
subsistencia en la fidelidad.
La Eucaristía es el memorial de tu bondad. Es la realidad de
tu entrega
haciéndose contemporánea a los hombres para que alcancemos
en ella nuestra
propia transformación en hombres buenos. ¡Es algo tan simple
y tan grandioso!
La Iglesia vive de esta entrega y tiene en ella su primera y
central encomienda.
Nos corresponde como cristianos seguirte entregando; o,
mejor dicho, servir
como canales para que te sigas entregando. Y en cada
entrega, en cada
comunión, está tu vida toda como don alimentando nuestra
vida y
convirtiéndola en don.
Déjanos, Señor, prendados de este instante definitivo de tu
bondad, de
tu piedad y tu dulzura. Ayúdanos a repetir todas las noches,
en ese momento
previo al sueño que tanto se parece a la muerte, las mismas
palabras que tú has
dicho en la Cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu. Para que nuestra
propia muerte pueda ser, en ti, ofrenda que se consuma
agradable ante tu
presencia. Y que el silencio definitivo de nuestra historia
se vierta en el mar
infinito de la bondad cuando tú, finalmente, nos entregues
al Padre, y nuestra
carne vibre en la armonía celeste repitiendo el eco de toda
asunción: Por Cristo,
con Él y en Él a Ti, Dios Padre omnipotente en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
15Conclusión
Ave verum corpus natum de Maria virgine! Hemos escuchado
devotamente,
Jesús, las siete expresiones que los evangelistas nos dan a
conocer durante tu
tiempo en la Cruz, y hemos orado con ellas. En realidad,
existe aún otra
expresión, la última, que no es, sin embargo, una frase
formulada con claridad.
Es un grito ininteligible. En él, escuchamos toda la
potencia del Hijo de Dios
muriendo. Y dando un fuerte grito, entregó el espíritu. Tu
última palabra, Señor, es el
Espíritu tantas veces anunciado y prometido, que llega a
nuestro espíritu y nos
capacita para orar. El mismo Espíritu que sondea las
profundidades de Dios
podrá sondear nuestra propia intimidad y llevarnos a invocar
a tu Padre. Señor,
enséñanos a orar. Danos la fuerza de tu Espíritu para orar.
Con él impulsando
en nuestro interior gemidos inenarrables uniremos nuestra
muerte a la tuya. En
realidad, nos unimos a tu muerte y a tu vida en toda
Eucaristía. Que tu Espíritu,
Señor, nos haga dóciles para que nuestra vida toda sea, como
la tuya, ofrenda
agradable al Padre, presencia amorosa de Dios, bendición
solidaria para el que
sufre, alimento de vida para el hambriento; sobre todo y
finalmente, indeleble
acción de gracias al Creador, Redentor y Santificador
nuestro.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.