martes, 22 de noviembre de 2011

LAS CARTAS PASTORALES

Después de dos siglos de estudios críticos, las tres cartas pastorales no han llegado todavía a entregar por completo el secreto de su autor. Evidentemente no es posible borrar de un solo plumazo la unanimidad de la Tradición de la Iglesia de Roma y de los padres griegos a favor de la autenticidad paulina, pero la crítica moderna reprocha a las pastorales su estilo monótono, un vocabulario nuevo, una teología sin grandes alientos, una moral casi burguesa, unas posiciones conservadoras.
Además, tampoco acaban de encajar en el marco de la vida de Pablo, tal como nos lo da a conocer Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Estas dificultades son reales ciertamente, pero no son suficientes para compensar el peso de la crítica externa y el de los numerosísimos indicios psicológicos que revelan la presencia de Pablo: las escapadas doctrinales tan audaces a partir de un hecho concreto, la insistencia paulina en ponerse a sí mismo por delante como ejemplo o bien para humillarse y recordar sus juventud de perseguidor, la conciencia tan acendrada de su autoridad apostólica y de su unión con Cristo, el recuerdo de los hechos principales de su misión, su preocupación constante por organizar sus comunidades y por mantenerse estrechamente vinculado con sus colaboradores más cercanos, y finalmente ese lenguaje mordaz, que llega a veces al sarcasmo, para fustigar a sus numerosos adversarios o a las personas demasiado crédulas, y que hace a veces de este don de la caricatura verbal una obra maestra. Sin embargo, estas tres cartas se recienten quizás de la intervención de un secretario o conocieron tal vez una segunda edición después de la muerte del apóstol, a fin de adaptarlas mejor a las necesidades de la Iglesia romana.      
La secuencia actual de las pastorales, 1Tim- 2Tim- Tit, casi con seguridad se puede decir que no son los originales del Apóstol Pablo, sino que se debe, probablemente, a la esticometría: en una agrupación dada de textos, los que tienen más líneas preceden a los que tienen menos.
Puesto que 2Tim adopta la forma del nuevo testamento y última voluntad espiritual, predice la inminente muerte de Pablo (2Tim 4,6-8), debió ser en otro tiempo la carta final. Pese a su brevedad, Tito posee un saludo (Tit 1,1-4) de 65 palabras de extensión. De las epístolas del NT, sólo Rom y Gál tienen saludos más largos. Esto hace pensar que Tito fue pensada como la primera carta del corpus de pastorales, conclusión que se ve forzada por la observación de que 1Tim no tiene sección conclusiva propiamente dicha, de manera que facilita el paso a 2Tim. Las pastorales, por tanto, originariamente se leyeron en esta orden: Tit- 1Tim- 2Tim[1].
Sin embargo podemos decir además, que la colección de los escritos paulinos tardó varios siglos en adquirir su configuración actual en un corpus paulino de catorce escritos (Rom, 1.2Cor, Gál, Ef, Flp, Col, 1.2Tes, 1.2Tim, Tit, Flm, Heb)[2]

 



[1] Robert A. Wild, S.I., NUEVO COMENTARIO BÍBLICO SAN JERÓNIMO.(RAIMOND E. BROWN), Pág. 45.
[2] Senén Vidal, LAS CARTAS ORIGINALES DE PABLO. Ed. Trotta, 1996. Pág. 13

LA SABIDURÍA PERSONIFICADA

La sabiduría es la máxima virtud intelectual en razón de su objeto, que es la causa suprema, o sea, Dios.  Y puesto por medio de la causa se juzga el efecto, y por medio de la causa superior las causas inferiores, se sique que la sabiduría es juez de todas las demás virtudes intelectuales y le corresponde ordenarlas: es como la arquitectónica respecto de todas las demás. Se explica entonces que un Sócrates identificase al sabio con el virtuoso; la Escritura, por otra parte, hace lo mismo, mostrando la excelencia, extensión y ventajas de la sabiduría.
En todo el oriente mediterráneo antiguo, la sabiduría aparece como el arte de conducir y de organizar la vida humana, fundada sobre una experiencia acumulada por la tradición y decantada por una reflexión que a su vez se alimenta de esta tradición. En cuanto tal, la sabiduría es esencialmente el arte de los reyes o de sus colaboradores. En Israel, su introducción tropezará primeramente con la misma objeción que los profetas harán con la realeza, (1 Sam 8). ¿No es el Señor el rey de Israel? ¿No debe su palabra valer como la sabiduría? Sin embargo, lo mismo que la realeza será asimilada a ella con tal de que su principio sea el temor del Señor y la observancia de su mandatos (Prov 1,7) Así Salomón será considerado como el sabio por excelencia, por haber hecho de la sabiduría el objeto de su plegaria cuando la realeza judía se derrumbe, se precisará la idea de que Dios es el único sabio, como es el único rey, y que no hay otra sabiduría que el designio oculto en Él y que domina todo el curso de la historia, crean lo que crean los hombres. Finalmente este designio no puede ser conocido más que por su palabra, que revela a quien quiere. De ahí la identificación entre sabiduría y palabra divina, tan característica de los últimos libros sapienciales, y el paso de la sabiduría al apocalipsis, es decir a la revelación de Dios sobre su conducción sobrenatural de la historia, que se observa en el libro de Daniel. A la vez lo mismo que la palabra divina, pero más claramente todavía, se ve a la sabiduría tender a la personificación, aparecer como otro Él mismo que Dios envía al mundo para conformarlo a la imagen de su pensamiento vivo.
La sabiduría posee rasgos paradójicos: es una cualidad natural del hombre, fruto de la educación y la experiencia, pero también un atributo de la divinidad, que se le reserva celosamente y sólo la otorga como gracia a determinadas personas privilegiadas. Las sabiduría fue desarrollada en las escuelas filosóficas, en los medios aristocráticos. También nació como creencia en uno o varios dioses que poseen sabiduría como propiedad característica suya.
En algunos pasajes de la sagrada Escritura aparece como algo misterioso que viene de Dios y se parece al espíritu. La sabiduría en la doctrina israelita tiene influencias orientales, que presenta muchas veces la semejanza con la sabiduría de los pueblos vecinos, pero sin embargo, adquiere un carácter como algo dado por Dios, también como adquirido por el hombre.
Adquiere una forma de persona en los textos sapienciales porque ella reprende, instruye, ayuda, invita a escuchar, rectifica el camino del malvado, etc.
La personificación de la sabiduría es un fenómeno literario, ella se presenta ante el pueblo creyente actuando como un ser superior, con propuestas y exigencias que sólo puede hacer Dios u otro en su nombre. Esto parece ser un problema para los tratadistas, que llegan a preguntarse: ¿quién o qué es la Sabiduría personificada?
Pues el recurso a la personificación de la sabiduría, se puede decir como conclusión, es la mejor salida que el judaísmo encontró para defender su ortodoxia, la fe monoteísta en Yahvé se adaptó al máximo a las concepciones paganas, pero sin renunciar a su monoteísmo.
En cuanto a su origen como sabiduría personificada, unos la ponen en Fenicia, otros en Egipto, otros simplemente en la tradición veterotestamentaria, sin excluir otras influencias extranjeras.  

domingo, 20 de noviembre de 2011

LA VIDA ES SUEÑO

Es verdad, pues: reprimamos
esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos.
Y sí haremos, pues estamos
en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña,
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!):
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí,
destas prisiones cargado;
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

SEMINARISTA DE OJOS NEGROS

Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla:  —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...

DESDE MI CELDA

Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle deVeruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y recordar las agradables aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible nos separan por completo del mundo.
Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos.
Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena y dispone el agua hirviente, negra y amarga, que me mira beber con asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La ternpestad de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden en que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío.
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios, bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeras de viaje, me acomodé en un rincón esperando el momento de arrancar, que no debía tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de o vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que yo me había colocado y sentado de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y no puede explicarse, debía pertenecer a una clase elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirla de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario que fue el dato que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste, nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes: aquí la manta escocesa sujeta con sus hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento o recostándose alternativamente de un lado y de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del ayuntamiento de que formaba parte en su país, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no, con una desdeñosa sobriedad.

RIMAS DE BECKER

Como se arranca el hierro de una herida
su amor de las entrañas me arranqué,
aunque sentí al hacerlo
que la vida me arrancaba con él!

Del altar que le alcé en el alma mía
la Voluntad su imagen arrojó,
y la luz de la fe que en ella ardía
ante el ara desierta se apagó.

Aún turbando en la noche el firme empeño
vive en la idea la visión tenaz...
¡Cuándo podré dormir con ese sueño
en que acaba el soñar!
Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin
o con los ojos, o con el pensamiento.

Mas, ¡ay!, de un corazón llegué al abismo
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron.
¡Tan hondo era y tan negro!
En la clave del arco ruinoso
cuyas piedras el tiempo enrojeció,
obra de un cincel rudo campeaba
el gótico blasón.

Penacho de su yelmo de granito,
la yedra que colgaba en derredor
daba sombra al escudo en que una mano
tenía un corazón.

A contemplarle en la desierta plaza
nos paramos los dos.
Y, ése, me dijo, es el cabal emblema
de mi constante amor.

¡Ay!, y es verdad lo que me dijo entonces:
Verdad que el corazón
lo llevará en la mano..., en cualquier parte....
pero en el pecho no.
¡Los suspiros son aire y van al aire!
¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer: cuando el amor se olvida,
¿sabes tú a dónde va?

Primera voz

Las ondas tienen vaga armonía,
Las violetas suave olor,
brumas de plata la noche fría,
luz y oro el día,
yo algo mejor;
¡yo tengo Amor!

Segunda voz

Aura de aplausos, nube radiosa,
ola de envidia que besa el pie.
Isla de sueños donde reposa
el alma ansiosa.
¡Dulce embriaguez
la Gloria es!

Tercera voz

Ascua encendida es el tesoro,
sombra que huye la vanidad.
Todo es mentira: la gloria, el oro.
Lo que yo adoro
sólo es verdad;
¡la Libertad!

Así los barqueros pasaban cantando
la eterna canción
y al golpe del remo saltaba la espuma
y heríala el sol.

¿Te embarcas?, gritaban, y yo sonriendo
les dije al pasar:
Yo ya me he embarcado; por señas que aún tengo
la ropa en la playa tendida a secar.



Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo
del salón se detuvo en un extremo.

Entre la leve gasa
que levantaba el palpitante seno,
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.

Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
dormir parecía al blando
arrullo de sus labios entreabiertos.

¡Oh!, ¡quién así, pensaba,
dejar pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh!, si las flores duermen,
qué dulcísimo sueño!



Voy contra mi interés al confesarlo;
no obstante, amada mía,
pienso cual tú que una oda solo es buena
de un billete del banco al dorso escrita.
No faltará algún necio que al oírlo
se haga cruces y diga:
Mujer al fin del siglo diez y nueve
material y prosaica... ¡Boberías!
¡Voces que hacen correr cuatro poetas
que en invierno se embozan con la lira!
¡Ladridos de los perros a la luna!
Tú sabes y yo se que en esta vida,
con genio es muy contado el que la escribe,
y con oro cualquiera hace poesía.



¿Quieres que de ese néctar delicioso
no te amargue la hez?
Pues aspírale, acércale a tus labios
y déjale después.

¿Quieres que conservemos una dulce
memoria de este amor?
Pues amémonos hoy mucho y mañana
¡digámonos, adiós!



Entre el discorde estruendo de la orgía
acarició mi oído,
como una nota de lejana música,
el eco de un suspiro.

El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor que oculta crece
en un claustro sombrío.

Mi adorada de un día, cariñosa,
-¿En qué piensas?, me dijo:
-En nada...-En nada, ¿y lloras?-Es que tengo
alegre la tristeza y triste el vino.



Como en un libro abierto
leo de tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten en los ojos?

¡Llora! No te avergüences
de confesar que me has querido un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre... y también lloro.



Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarle, y apenas, ¡oh!, ¡hermosa!,
si teniendo en mis manos las tuyas
podría al oído cantártelo a solas.



Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios
y luego ante su obra se arrodilla,
eso hicimos tu y yo.

Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.



Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!



Alguna vez la encuentro por el mundo
y pasa junto a mí
y pasa sonriéndose y yo digo,
¿como puede reír?

Luego asoma a mi labio otra sonrisa,
máscara del dolor,
y entonces pienso: Acaso ella se ríe,
como me río yo



Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
y que no se sabe dónde
temblando se clavará;

hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
y que no hay quien diga el surco
donde al polvo volverá.

Gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar
y rueda y pasa y se ignora
que playa buscando va.

Luz que en cercos temblorosos
brilla próxima a expirar,
y que no se sabe de ellos
cuál el ultimo será.

Eso soy yo que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de donde vengo ni a dónde
mis pasos me llevarán.



Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas,
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,
en ira y en piedad se anegó el alma,
¡Y se me revelo por qué se llora!,
¡Y comprendí una vez por qué se mata!

Pasó la nube de dolor..., con pena
logré balbucear unas palabras...
y ¿qué había de hacer? Era un amigo
me había hecho un favor... Le di las gracias.



Yo sé cuál el objeto
de tus suspiros es.
Yo conozco la causa de tu dulce
secreta languidez.
¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
Tú lo sabes apenas
y yo lo sé.

Yo sé cuando tu sueñas,
y lo que en sueños ves;
como en un libro puedo lo que callas
en tu frente leer.
¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
Tú lo sabes apenas
y yo lo sé.

Yo sé por qué sonríes
y lloras a la vez.
Yo penetro en los senos misteriosos
de tu alma de mujer.
¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
mientras tu sientes mucho y nada sabes,
yo que no siento ya, todo lo sé.



¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse,
y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!

¡Qué hermoso es tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume beber hasta saciarse!

¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!

¡Qué hermoso es cuando hay sueño
dormir bien... y roncar como un sochantre...
y comer... y engordar... y qué desgracia
que esto solo no baste!



¿Cómo vive esa rosa que has prendido
junto a tu corazón?
Sobre un volcán hasta encontrarla ahora
nunca he visto una flor.



Hoy como ayer, mañana como hoy
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar..., andar.

Moviéndose a compás como una estúpida
máquina el corazón;
la torpe inteligencia del cerebro
dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.

Voz que incesante con el mismo tono
canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae
y cae sin cesar.

Así van deslizándose los días
unos de otros en pos,
hoy lo mismo que ayer, probablemente
mañana como hoy.

¡Ay!, ¡a veces me acuerdo suspirando
del antiguo sufrir!
¡Amargo es el dolor pero siquiera
padecer es vivir!



¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¡Que es poesía!, Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.



Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso..., yo no sé
que te diera por un beso.



¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos,
de la cárcel que habita huye el espíritu
en vuelo presuroso?

¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
de la brisa nocturna al tenue soplo,
alado sube a la región vacía
a encontrarse con otros?

¿Y allí desnudo de la humana forma,
allí los lazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
el mundo silencioso?

¿Y ríe y llora y aborrece y ama
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?

Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros:
lo que sé es que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.



Las ropas desceñidas,
desnudas las espadas,
en el dintel de oro de la puerta
dos ángeles velaban.

Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas en el fondo
la vi confusa y blanca.

La vi como la imagen
que en un ensueño pasa,
como un rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.

Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
como atrae un abismo, aquel misterio
hacia si me arrastraba.

Mas, ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas:
-El umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa.



Cuando miro el azul horizonte
perderse a lo lejos,
al través de una gasa de polvo
dorado e inquieto,
se me antoja posible arrancarme
del mísero suelo
y flotar con la niebla dorada
en átomos leves
cual ella deshecho.

Cuando miro de noche en el fondo
oscuro del cielo
las estrellas temblar como ardientes
pupilas de fuego,
se me antoja posible a do brillan
subir en un vuelo,
y anegarme en su luz, y con ellas
en lumbre encendido
fundirme en un beso.

En el mar de la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro.



Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!
¡No podía ser!

Tú eras el océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que arrancarme!
¡No podía ser!

Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder:
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No podía ser!

Besa el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
el sol besa a la nube en occidente
y de púrpura y oro la matiza;
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra llama se desliza
y hasta el sauce inclinándose a su peso
al río que le besa, vuelve un beso.



Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.

Antes que tú me moriré: y mi espíritu,
en su empeño tenaz
se sentará a las puertas de la Muerte,
que llames a esperar.

Con las horas los días, con los días
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo...
¿Quién deja de llamar?

Entonces que tu culpa y tus despojos
la tierra guardará,
lavándote en las ondas de la muerte
como en otro Jordán.

Allí, donde el murmullo de la vida
temblando a morir va,
como la ola que a la playa viene
silenciosa a expirar.

Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.



Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.

Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.

Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.



Nuestra pasión fue un trágico sainete
en cuya absurda fábula
lo cómico y lo grave confundidos
risas y llanto arrancan.

Pero fue lo peor de aquella historia
que al fin de la jornada
a ella tocaron lágrimas y risas
y a mí, sólo las lágrimas.



Cuando en la noche te envuelven
las alas de tul del sueño
y tus tendidas pestañas
semejan arcos de ébano,
por escuchar los latidos
de tu corazón inquieto
y reclinar tu dormida
cabeza sobre mi pecho,
¡diera, alma mía,
cuanto poseo,
la luz, el aire
y el pensamiento!

Cuando se clavan tus ojos
en un invisible objeto
y tus labios ilumina
de una sonrisa el reflejo,
por leer sobre tu frente
el callado pensamiento
que pasa como la nube
del mar sobre el ancho espejo,
¡diera, alma mía,
cuanto deseo,
la fama, el oro,
la gloria, el genio!

Cuando enmudece tu lengua
y se apresura tu aliento,
y tus mejillas se encienden
y entornas tus ojos negros,
por ver entre sus pestañas
brillar con húmedo fuego
la ardiente chispa que brota
del volcán de los deseos,
diera, alma mía,
por cuanto espero,
la fe, el espíritu,
la tierra, el cielo.



Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea,
yo soy del astro errante
la luminosa estela.

Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul onda en los mares
y espuma en las riberas.

En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas yedra.

Yo atrueno en el torrente
y silbo en la centella
y ciego en el relámpago
y rujo en la tormenta.

Yo río en los alcores,
susurro en la alta yerba,
suspiro en la onda pura
y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.

Yo en los dorados hilos
que los insectos cuelgan
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.

Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.

Yo en bosques de corales
que alfombran blancas perlas,
persigo en el océano
las náyades ligeras.

Yo en las cavernas cóncavas
do el sol nunca penetra,
mezclándome a los gnomos
contemplo sus riquezas.

Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.

Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.

Yo sé de esas regiones
a do un rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa,
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.

Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.

Yo en fin soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.

Como enjambre de abejas irritadas,
de un oscuro rincón de la memoria
salen a perseguirme los recuerdos
de las pasadas horas.

Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.
*

Es cuestión de palabras y no obstante
ni tú ni yo jamas,
después de lo pasado, convendremos
en quién la culpa está.

¡Lástima que el Amor un diccionario
no tenga donde hallar
cuando el orgullo es simplemente orgullo
y cuando es dignidad!
*

De lo poco de vida que me resta
diera con gusto los mejores años,
por saber lo que a otros
de mí has hablado



Despierta tiemblo al mirarte,
dormida me atrevo a verte;
por eso, alma de mi alma,
yo velo mientras tú duermes.

Despierta ríes y al reír tus labios
inquietos me parecen
relámpagos de grana que serpean
sobre un cielo de nieve.

Dormida, los extremos de tu boca
pliega sonrisa leve,
suave como el rastro luminoso
que deja un sol que muere.

¡Duerme!

Despierta miras y al mirar, tus ojos
húmedos resplandecen,
como la onda azul en cuya cresta
chispeando el sol hiere.

Al través de tus párpados dormida,
tranquilo fulgor vierten,
cual derrama de luz templado rayo
lámpara transparente.

¡Duerme!

Despierta hablas y al hablar, vibrantes
tus palabras parecen
lluvia de perlas que en dorada copa
se derrama a torrentes.

Dormida en el murmullo de tu aliento
acompasado y tenue
escucho yo un poema que mi alma
enamorada entiende.

¡Duerme!

Sobre el corazón la mano
me he puesto porque no suene
su latido y de la noche
turbe la calma solemne.

De tu balcón las persianas
cerré ya porque no entre
el resplandor enojoso
de la aurora y te despierte.

¡Duerme!



Como guarda el avaro su tesoro,
guardaba mi dolor;
le quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.

Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
que le acabo, decir:
¡ah, barro miserable, eternamente
no podrás ni aun sufrir!



Cruza callada y son sus movimientos
silenciosa armonía;
suenan sus pasos y al sonar recuerdan
del himno alado la cadencia rítmica.

Los ojos entreabre, aquellos ojos
tan claros como el día,
y la tierra y el cielo, cuanto abarcan,
arden con nueva luz en sus pupilas.

Ríe, y su carcajada tiene notas
del agua fugitiva;
llora, y es cada lágrima un poema
de ternura infinita.

Ella tiene la luz, tiene el perfume,
el color y la línea,
la forma engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía.

¿Que es estúpida? ¡Bah! Mientras callando
guarde oscuro el enigma,
siempre valdrá lo que yo creo que calla
más que lo que cualquiera otra me diga.



Su mano entre mis manos,
sus ojos en mis ojos,
la amorosa cabeza
apoyada en mi hombro,
Dios sabe cuántas veces
con paso perezoso
hemos vagado juntos
bajo los altos olmos
que de su casa prestan
misterio y sombra al pórtico.
Y ayer..., un año apenas,
pasado como un soplo,
con qué exquisita gracia,
con que admirable aplomo,
me dijo al presentarnos
un amigo oficioso:
«Creo que en alguna parte
he visto a usted» ¡Ah, bobos,
que sois de los salones
comadres de buen tono
y andabais allí a caza
de galantes embrollos;
qué historia habéis perdido,
qué manjar tan sabroso
para ser devorado
sotto voce en un corro
detrás del abanico
de plumas y de oro!
(...)
¡Discreta y casta luna,
copudos y altos olmos,
paredes de su casa,
umbrales de su pórtico,
callad y que el secreto
no salga de vosotros!
Callad; que por mi parte
yo lo he olvidado todo:
y ella..., ella, no hay mascara
semejante a su rostro.



¿De dónde vengo...? El más horrible y áspero
de los senderos busca,
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El mas sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.



De esta vida mortal y de la eterna
lo que me toque, si me toca algo,
por saber lo que a solas
de mí has pensado.



Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

Despertaba el día
y a su albor primero
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.

Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedóse desierto.

De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.

Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo;
allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.

La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:

¡Dios mío, que solos
se quedan los muertos!

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.

Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan los huesos...!
(...)

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos.



Te vi un punto y flotando ante mis ojos
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura orlada en fuego
que flota y ciega si se mira al sol.

Y dondequiera que la vista clavo
torno a ver tus pupilas llamear;
y no te encuentro a ti, no es tu mirada,
unos ojos, los tuyos, nada más.

De mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos fantásticos lucir:
cuando duermo los siento que se ciernen
de par en par abiertos sobre mí.

Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche
llevan al caminante a perecer:
yo me siento arrastrado por tus ojos,
pero adonde me arrastran no lo sé.



Pasaba arrolladora en su hermosura
y el paso le dejé;
ni aun a mirarla me volví, y, no obstante,
algo a mi oído murmuró: «ésa es».

¿Quién reunió la tarde a la mañana?
Lo ignoro; sólo sé
que en una breve noche de verano
se unieron los crepúsculos, y... «fue».



En la imponente nave
del templo bizantino,
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.

Las manos sobre el pecho,
y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna del cincel prodigio.

Del cuerpo abandonado
al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera
se plegaba su lecho de granito.

De la sonrisa última
el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.

Del cabezal de piedra
sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.

No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra
y que en sueños veía el paraíso.

Me acerqué de la nave
al ángulo sombrío,
con el callado paso que se llega
junto a la cuna donde duerme un niño.

La contemplé un momento
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío,

en el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...
(...)

Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez me acuerdo con envidia
de aquel rincón oscuro y escondido.

De aquella muda y pálida
mujer me acuerdo y digo:
¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!



¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable,
es altanera y vana y caprichosa:
antes que el sentimiento de su alma
brotara el agua de la estéril roca.

Sé que en su corazón, nido de sierpes,
no hay una fibra que al amor responda;
que es una estatua inanimada...; pero...
¡es tan hermosa!



No dormía; vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
la vigilia del sueño.

Las ideas que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
con un compás más lento.

De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
pero otra luz el mundo de visiones
alumbraba por dentro.

En este punto resonó en mi oído
un rumor semejante al que en el templo
vaga confuso al terminar los fieles
con un amén sus rezos.

Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamo a lo lejos,
y sentí olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.
(...)

Pasó la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno.
No obstante al despertar exclamé: « ¡Alguien
que yo quería ha muerto!»



Me ha herido recatándose en las sombras,
sellando con un beso su traición.
Los brazos me echó al cuello y por la espalda
me partió a sangre fría el corazón.

Y ella impávida sigue su camino,
feliz, risueña, impávida, ¿y por qué?
Porque no brota sangre de la herida...
Porque el muerto esta en pie.



¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día
me admiró tu cariño mucho más,
porque lo que hay en mí que vale algo,
eso..., ni lo pudistes sospechar.



Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar te quejas;
verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva,
y verdes son las pupilas
de las hurís del Profeta.

El verde es gala y ornato
del bosque en la primavera.
Entre sus siete colores
brillante el iris lo ostenta.
Las esmeraldas son verdes,
verde el color del que espera
y las ondas del océano
y el laurel de los poetas.

Es tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.
Y sin embargo,
sé que te quejas,
porque tus ojos
crees que la afean:
pues no lo creas.
Que parecen tus pupilas,
húmedas, verdes e inquietas,
tempranas hojas de almendro
que al soplo del aire tiemblan.

Es tu boca de rubíes
purpúrea granada abierta
que en el estío convida
a apagar la sed con ella.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean:
pues no lo creas.
Que parecen, si enojada
tus pupilas centellean,
las olas del mar que rompen
en las cantábricas peñas.

Es tu frente que corona
crespo el oro en ancha trenza,
nevada cumbre en que el día
su postrera luz refleja.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean:
pues no lo creas.
Que, entre las rubias pestañas,
junto a las sienes, semejan
broches de esmeralda y oro
que un blanco armiño sujetan.

Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar te quejas;
quizás si negros o azules
se tornasen lo sintieras.



Este armazón de huesos y pellejo
de pasear una cabeza loca
cansado se halla al fin y no lo extraño
porque, aunque es la verdad que no soy viejo,

de la parte de vida que me toca
en la vida del mundo, por mi daño
he hecho un uso tal, que juraría
que he condensado un siglo en cada día.

Así, aunque ahora muriera,
no podría decir que no he vivido;
que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
conozco que por dentro ha envejecido.

Ha envejecido, sí; ¡pese a mi estrella!,
harto lo dice ya mi afán doliente;
que hay dolor que al pasar su horrible huella
graba en el corazón, si no en la frente.



Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama.

Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.

Dos jirones de vapor
que del lago se levantan,
y al reunirse en el cielo
forman una nube blanca.

Dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden,
eso son nuestras dos almas.



Dejé la luz a un lado y en el borde
de la revuelta cama me senté,
mudo, sombrío, la pupila inmóvil
clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé: al dejarme
la embriaguez horrible de dolor,
expiraba la luz y en mis balcones
reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas
en qué pensaba o que pasó por mí;
solo recuerdo que lloré y maldije,
y que en aquella noche envejecí.



Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!

Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego encienden las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!

Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad!, ¡tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!



Cuando volvemos las fugaces horas
del pasado a evocar,
temblando brilla en sus pestañas negras
una lágrima pronta a resbalar.

Y al fin resbala y cae como gota
de rocío al pensar
que cual hoy por ayer, por hoy mañana
volveremos los dos a suspirar.



Sabe si alguna vez tus labios rojos
quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada.



Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres....
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día....
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
así... ¡no te querrán!



No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.

Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas,
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista,
mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!

Mientras la humana ciencia no descubra
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista,
mientras la humanidad siempre avanzando
no sepa a do camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!

Mientras se sienta que se ríe el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore, sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan,
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!

Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!



Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugo su llanto
y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino: ella, por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún, ¿por qué callé aquel día?
Y ella dirá, ,¿por qué no lloré yo?



Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.

Sacudimiento extraño
que agita las ideas
como huracán que empuja
las olas en tropel.

Murmullo que en el alma
se eleva y va creciendo
como volcán que sordo
anuncia que va a arder.

Deformes siluetas
de seres imposibles,
paisajes que aparecen
como al través de un tul.

Colores que fundiéndose
remedan en el aire
los átomos del iris
que nadan en la luz.

Ideas sin palabras,
palabras sin sentido;
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás.

Memorias y deseos
de cosas que no existen;
accesos de alegría,
impulsos de llorar.

Actividad nerviosa
que no halla en qué emplearse;
sin riendas que le guíen
caballo volador.

Locura que el espíritu
exalta y desfallece;
embriaguez divina
del genio creador.

Tal es la inspiración.
Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro
y entre las sombras hace
la luz aparecer,

brillante rienda de oro
que poderosa enfrena
de la exaltada mente
el volador corcel.

Hilo de luz que en haces
los pensamientos ata,
sol que las nubes rompe
y toca en el cenit.

Inteligente mano
que en un collar de perlas
consigue las indóciles
palabras reunir.

Armonioso ritmo
que con cadencia y número
las fugitivas notas
encierra en el compás.

Cincel que el bloque muerde
la estatua modelando,
y la belleza plástica
añade a la ideal.

Atmósfera en que giran
con orden las ideas,
cual átomos que agrupa
recóndita atracción.

Raudal en cuyas ondas
su sed la fiebre apaga,
descanso en que el espíritu
recobra su vigor.

Tal es nuestra razón.
Con ambas siempre en lucha
y de ambas vencedor,
tan solo al genio es dado
a un yugo atar las dos.



Si al mecer las azules campanillas
de tu balcón
crees que suspirando pasa el viento
murmurador,
sabe que oculto entre las verdes hojas
suspiro yo.

Si al resonar confuso a tus espaldas
vago rumor,
crees que por tu nombre te ha llamado
lejana voz,
sabe que entre las sombras que te cercan
te llamo yo.

Si se turba medroso en la alta noche
tu corazón,
al sentir en tus labios un aliento
abrasador,
sabe que, aunque invisible, al lado tuyo
respiro yo.



Dices que tienes corazón, y sólo
lo dices porque sientes sus latidos;
eso no es corazón..., es una máquina
que al compás que se mueve hace ruido.



Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¡quién se sentará?

Cuando la trémula mano
tienda próximo a expirar
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?

Cuando la muerte vidrie
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?

Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral),
una oración al oírla,
¿quién murmurará?

Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa.
¿Quién vendar a llorar?

¿Quién en fin al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
¿quién se acordará?



Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman,
el cielo se deshace en rayos de oro,
la tierra se estremece alborozada.
Oigo flotando en olas de armonías
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
¿Dime...? ¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!



Llegó la noche y no encontré un asilo,
¡y tuve sed...!, mis lágrimas bebí;
¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
cerré para morir!

¿Estaba en un desierto? Aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
desierto... para mí!



Fingiendo realidades
con sombra vana,
delante del Deseo
va la Esperanza.

Y sus mentiras
como el Fénix renacen
de sus cenizas.



Al brillar un relámpago nacemos
y aún dura su fulgor cuando morimos;
tan corto es el vivir.

La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos;
despertar es morir.



Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado....
¡hoy creo en Dios!



-Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
-No es a ti; no.

-Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
-No; no es a ti.

-Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
No puedo amarte.
-¡Oh, ven; ven tú!



Cuando sobre el pecho inclinas
la melancólica frente
una azucena tronchada
me pareces.

Porque al darte la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.



La bocca mi bacció tutto tremante

Sobre la falda tenía
el libro abierto,
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros:
no veíamos las letras
ninguno, creo,
y, sin embargo, guardábamos
hondo silencio.

¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo se que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo
y nuestros ojos se hallaron
y sonó un beso.
(...)

Creación de Dante era el libro,
era su Infierno.

Cuando a él bajamos los ojos
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
¡Ya lo comprendo!



Si de nuestros agravios en un libro
se escribiese la historia
y se borrase en nuestras almas cuanto
se borrase en sus hojas;

te quiero tanto aún; dejó en mi pecho
tu amor huellas tan hondas,
que sólo con que tú borrases una
¡las borraba yo todas!



Una mujer me ha envenenado el alma,
otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna de las dos vino a buscarme,
yo de ninguna de las dos me quejo.

Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si mañana, rodando, este veneno
envenena a su vez, ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar mas de lo que a mí me dieron?



Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se difunde
en gigante explosión de claridad.

La brilladora lumbre es la alegría;
la temerosa sombra es el pesar:
¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
¿cuándo amanecerá?



Como la brisa que la sangre orea
sobre el oscuro campo de batalla,
cargada de perfumes y armonías
en el silencio de la noche vaga.

Símbolo del dolor y la ternura,
del bardo inglés en el horrible drama
la dulce Ofelia, la razón perdida,
cogiendo flores y cantando pasa.



Cuando entre la sombra oscura
perdida una voz murmura
turbando su triste calma,
si en el fondo de mi alma
la oigo dulce resonar,

dime: ¿es que el viento en sus giros
se queja, o que tus suspiros
me hablan de amor al pasar?

Cuando el sol en mi ventana
rojo brilla a la mañana
y mi amor tu sombra evoca,
si en mi boca de otra boca
sentir creo la impresión,

dime: ¿es que ciego deliro,
o que un beso en un suspiro
me envía tu corazón?

Y en el luminoso día
y en la alta noche sombría,
si en todo cuanto rodea
al alma que te desea
te creo sentir y ver,

dime: ¿es que toco y respiro
soñando, o que en un suspiro
me das tu aliento a beber?



¡Cuántas veces al pie de las musgosas
paredes que la guardan
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!

¡Cuántas veces trazo mi silueta
la luna plateada,
junto a la del ciprés que de su huerto
se asoma por las tapias!

Cuando en sombras la iglesia se envolvía,
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!

Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.

En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
el paso aceleraba.

Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
era yo el alma.

A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.

Los búhos, que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.

A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
creo que me saludaban!



Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz,
eso eres tú.

Tú, sombra aérea, que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces.
Como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
del lago azul.

En mar sin playas onda sonante,
en el vacío cometa errante,
largo lamento
del ronco viento,
ansia perpetua de algo mejor,
eso soy yo.

¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!



No sé lo que he soñado
en la noche pasada.
Triste, muy triste debió ser el sueño
pues despierto, la angustia me duraba.

Noté al incorporarme
húmeda la almohada
y por primera vez sentí, al notarlo,
de un amargo placer henchirse el alma.

Triste cosa es el sueño
que llanto nos arranca,
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé que aún me quedan lágrimas!

BECKER

El amor es poesía; la religión es amor.
Dos cosas semejantes a una
tercera son iguales entre sí.

He aquí un axioma que debía ahorrarme el
trabajo de escribir una nueva carta.
Sin embargo, yo mismo conozco que esta
conclusión matemática, que en efecto lo parece,
así puede ser una verdad como un sofisma.

La lógica sabe fraguar razonamientos inatacables
que, a pesar de todo, no convencen.
¡Con tanta facilidad se sacan deducciones
precisas de una base falsa!

En cambio, la convicción íntima suele persuadir,
aunque en el método del raciocinio reine el mayor
desorden. ¡Tan irresistible es el acento de la fe!

La religión es amor y, porque es amor, es poesía.

He aquí el tema que me he propuesto desenvolver hoy.

Al tratar un asunto tan grande en tan corto espacio
y con tan escasa ciencia como la de que yo dispongo,
sólo me anima una esperanza. Si para persuadir
basta creer, yo siento lo que escribo.

Hace ya mucho tiempo -yo no te conocía y con
esto excuso el decir que aún no había amado-,
sentí en mi interior un fenómeno inexplicable.
Sentí, no diré un vacío, porque sobre ser vulgar,
no es ésta la frase propia; sentí en mi alma y en
todo mi ser como una plenitud de vida, como un
desbordamiento de actividad moral que, no
encontrando objeto en qué emplearse, se elevaba
en forma de ensueños y fantasías, ensueños y
fantasías en los cuales buscaba en vano la expansión,
estando como estaban dentro de mí mismo.

Tapa y coloca al fuego un vaso con un líquido
cualquiera. El vapor, con un ronco hervidero,
se desprende del fondo, y sube, y pugna por salir,
y vuelve a caer deshecho en menudas gotas, y
torna a elevarse, y torna a deshacerse, hasta que
al cabo estalla comprimido y quiebra la cárcel que lo
detiene. Éste es el secreto de la muerte prematura y
misteriosa de algunas mujeres y de algunos poetas,
arpas que se rompen sin que nadie haya arrancado
una melodía de sus cuerdas de oro. Ésta es la
verdad de la situación de mi espíritu, cuando
aconteció lo que voy a referirte.

Estaba en Toledo, la ciudad sombría y melancólica
por excelencia. Allí cada lugar recuerda una historia,
cada piedra un siglo, cada monumento una civilización;
historias, siglos y civilizaciones que han pasado y
cuyos actores tal vez son ahora el polvo oscuro
que arrastra el viento en remolinos, al silbar en sus
estrechas y tortuosas calles. Sin embargo, por un
contraste maravilloso, allí donde todo parece muerto,
donde no se ven más que ruinas, donde sólo se
tropieza con rotas columnas y destrozados capiteles,
mudos sarcasmos de la loca aspiración del hombre a
perpetuarse, diríase que el alma, sobrecogida de
terror y sedienta de inmortalidad, busca algo eterno
en donde refugiarse, y como el náufrago que se ase
de una tabla, se tranquiliza al recordar su origen.

Un día entré en el antiguo convento de San Juan
de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su
ruinoso claustro y me puse a dibujar. El cuadro que
se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de
pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil
y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas,
como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de
granito con caireles de yedra que suben por entre
las labores, como afrentando a las naturales;
ligeras creaciones del cincel que parecen han de
agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de
luengos paños que flotan, como al andar; caprichos
fantásticos, gnomos, hipogrifos, dragones y reptiles
sin número que ya asoman por cima de un capitel,
ya corren por las cornisas, se enroscan en las
columnas, o trepan babeando por el tronco de las
guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y
que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre
una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos
formando contraste con las tristes ruinas y las
calladas naves, y por último, el cielo, un pedazo
de cielo azul que se ve más allá de las crestas de
pizarra de los miradores a través de los calados
de un rosetón.

En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción
pálida, imperfecta, ligerísima, de aquel lugar, pero
que no obstante puede darte una idea de su
melancólica hermosura. No ensayaré, pues,
describírtela con palabras, inútiles tantas veces.

Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras,
trabajé en él toda la mañana, torné a emprender
mi tarea a la tarde, y permanecí absorto en mi
ocupación hasta que comenzó a faltar la luz.
Entonces, dejando a un lado el lápiz y la cartera,
tendí una mirada por el fondo de las solitarias
galerías y me abandoné a mis pensamientos.

El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto
silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del
agua de la fuente, el trémulo murmullo del viento
que suspiraba en los claustros, y el temeroso y
confuso rumor de las hojas de los árboles que
parecían hablar entre sí en voz baja.

Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse
en vapor de fantasías.
Busqué a mi lado una mujer, una persona a
quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo.
Entonces me acordé de esta verdad que había
leído en no sé qué autor:
«La soledad es muy hermosa... cuando se tiene
junto a alguien a quien decírselo».

No había aún concluido de repetir esta frase
célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi
lado y de entre las sombras una figura ideal,
cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente
de una aureola. Era una de las estatuas del
claustro derruido, una escultura que, arrancada
de su pedestal y arrimada al muro en que me había
recostado, yacía allí, cubierta de polvo y medio
escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un
sepulcro y el capitel de una columna. Más allá, a lo
lejos y veladas por las penumbras y la oscuridad de
las extensas bóvedas, se distinguían confusa me
pareció ver levantarse a mi lado y de entre las
sombras una figura ideal, cubierta con una túnica
flotante y ceñida la frente de una aureola.


He aquí, exclamé, un mundo de piedra: fantasmas
inanimados de otros seres que han existido y cuya
memoria legó a las épocas venideras un siglo de
entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros
cenobitas, mártires esforzados que, como yo,
vivieron sin amores ni placeres; que, como yo,
arrastraron una existencia oscura y miserable,
solos con sus pensamientos y el ardiente corazón
inerte bajo el sayal, como un cadáver en su
sepulcro. Volví a fijarme en aquellas facciones
angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas
figuras secas, altas, espirituales y serenas, y
proseguí diciendo: «¿Es posible que hayáis vivido
sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos?
¿Quién ha recogido las emanaciones de amor que,
como un aroma, se desprenderían de vuestras almas?
¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría
vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios sin
límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus,
ávidos de inmensidad, al despertarse al
sentimiento...?» La noche había cerrado poco
a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había
sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que,
velada un instante por los oscuros chapiteles de la
torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado
los pilares de la desierta galería.

Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas
largas sombras se proyectaban en los muros y en el
pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse,
en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión
de indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus
pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor
quisiera semejar que sus miradas
se perdían en el infinito buscando a Dios.

A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura,
al que se vuelve con los ojos, como a un polo
de amor, el sentimiento de la tierra.